Tiziano no dejó un heredero directo de su genio, ni parece tampoco haber estado rodeado de una corte de discípulos, como Rafael. Varias anécdotas nos lo muestran activo y algo envidioso de dos grandes pintores: el Veronés y el Tintoretto, contemporáneos de su larga vejez. Esto fue, en cierto modo, una ventaja, porque así estos otros dos artistas venecianos pudieron desarrollar su temperamento pictórico con entera independencia, sin obsesionarse por las obras del gran maestro, como sucedió en la escuela romana con los discípulos de Rafael.
Aún el Veronés, en algunas de sus primeras obras, imita a Tiziano. Este pintor era hijo de un escultor de Verona llamado Caliari y fue siempre conocido por el Veronés. Después de varias obras que pintó en su patria y en otras ciudades del Véneto, diose a conocer en la capital decorando la sacristía de San Sebastián. Pronto hubo de ser escogido para pintar, en unión de Tiziano, la sala mayor del Gran Consejo, en el palacio de los Dux, cuya reforma, dirigida por Sansovino, acababa de terminarse a la sazón. Allí el Veronés eligió por tema una Apoteosis de l’energia, composición teatral en que la reina del Adriático, lujosamente ataviada, aparece en lo alto, sentada en medio de unas columnas salomónicas, con los dioses y héroes en su rededor y debajo multitud de damas y caballeros; en un balcón y en tierra los soldados y la plebe figuran en confusa algarabía.
Las magníficas decoraciones del Veronés están a menudo llenas de balaustradas y columnatas en perspectivas regulares, balcones y galerías, a través de las cuales aparece todo un pueblo de espectadores de la escena representada en el centro.
El Veronés es el hombre de las grandes apoteosis. Todo, para él, se transforma en motivo de un gran teatro, donde las figuras principales quedan casi ahogadas por la muchedumbre de las secundarias y acompañantes. Así es, por ejemplo, el cuadro de las célebres Bodas de Caná, que pintó para el refectorio del convento de San Jorge el Mayor, donde se conservó hasta que Napoleón lo trasladó a París, y que hoy es una de las joyas principales del Museo del Louvre. Hay más de cien figuras en la vasta tela; las principales, la del Señor y las de los discípulos, se pierden en medio de una infinidad de pajes y convidados. La mayoría de los personajes del banquete son retratos de príncipes y mujeres de su tiempo. El mismo Veronés está retratado en un grupo de músicos tocando el violín. Tiziano le acompaña con el bajo.
Al cuadro de las Bodas de Cand siguió el de la Gena de Jesús en casa de Leví, para el convento de San Juan y San Pablo, trasladado hoy a la Academia de Venecia. Es también una composición en que la ley evangélica está tan libremente interpretada, que el pintor tuvo que comparecer ante el tribunal de la Inquisición. Las actas del proceso, que se han conservado, constituyen uno de los documentos más graciosos de imprudencia artística. El Veronés reconoce que ha sustituido la figura de la Magdalena, que estaba delante de la mesa, por un perro, porque así resultaba más armónica la composición. Para justificar tantos personajes secundarios de su cuadro, le sir vieron también de excusa ante el tribunal el sinnúmero de figuras que había introducido en su Juicio Final, de la capilla Sixtina, el propio Miguel Ángel, que entonces era la autoridad artística más acreditada: pero uno de los jueces hace observar con cierto desdén que entre las dos pinturas no había paralelo posible, porque los personajes del Juicio Final eran todos muy necesarios, mientras que no tenían nada que ver con los asuntos tomados de los textos evangélicos tantos bufones, músicos, negros, borrachos y cortesanas como se complugo el pintor de Venecia en amontonar en su cuadro.
El Veronés fue tratado con gran indulgencia por el tribunal y continuó sin reparar, en lo sucesivo, pintando sus extraordinarias composiciones, dispuestas en bellísimas perspectivas, a veces con nobles arquitecturas blancas en el fondo, balaustradas y hemiciclos destacando sobre un cielo verdoso o azulado, como en el magnífico Jesús entre los doctores, del Prado. La posteridad ha disculpado al Veronés de sus irreverencias, y es porque este pintor, lleno de un optimismo jugoso, no es un epicúreo egoísta, sino el representante de una manera de sentir la humanidad que ha tenido su glorificación en la Venecia del siglo xvi. Para el Veronés, los problemas son de luz y formas, compuestas éstas para el mayor goce del sentido; pero el goce estético no es individual y concentrado, como el de Tiziano, sino el de toda una multitud que se agrupa bajo anchos pórticos para admirar los brocados y sedas de las da mas o respirar un aire brillante, dulcificado por armonías musicales.
Su espíritu no se concibe más que en Venecia; en ninguna otra parte sino en Venecia se puede suponer la aparición de dos artistas como Tiziano y el Veronés, pero tampoco se puede ya hoy imaginar a Venecia sin sus pinturas.
El tercer gran hombre de esta generación de artistas venecianos de la segunda mitad del siglo xvi no parece haber merecido tanta estima en su tiempo como Tiziano y el Veronés. Sólo la crítica moderna ha comprendido toda la importancia y excepcional valía de este tercer genio singular que fue Giuseppe Robusti, llamado el Tintoretto. De la corta biografía que de él nos ha conservado un autor al que ha venido considerándose como el Vasari veneciano, un tal Ridolfi, que escribió las vidas de los pintores del Véneto, se des prende que nunca fue aceptado como un igual de Tiziano y el Veronés y que, para poder trabajar a sus anchas, según exigía la fogosidad de sus concepciones, tuvo que luchar hasta el fin de su vida. Era un genio dinámico que disgustaba a las gentes, pero su misma fuerza y brusquedad acabaron por imponerse. Durante toda su vida hubo de esforzarse por conseguir encargos; su cabeza y su corazón bullían de imágenes, y necesitaba vastas paredes y telas inmensas para dar forma a las ideas que se aglomeraban en su cerebro.