A la muerte del segundo papa Borja, Alejandro VI, un cardenal de espíritu belicoso, Juliano del la Rovere, fue elegido pontífice, precisamente al comenzar el siglo XVI, en el año 1503. Tomó el nombre de Julio II y su pontificado duró diez años, tiempo suficiente para que un hombre de su carácter realizará proyectos grandiosos. Su sucesor, León X, era hijo segundo de Lorenzo el Magnífico. Cardenal desde los catorce años,era, por nacimiento y educación, de gustos muy refinados. Julio II y León X señalan en la Historia del Arte la traslación del espíritu del Renacimiento desde Florencia a Roma. Sus nombres van unidos a los de Bramante, Rafael, Miguel Ángel y tantos otros que, llegados desde lejos, trabajaron principalmente para Roma. Ambos Papas eran de ilustre familia y disponían de los medios ilimitados de la Curia romana. El dinero no fue nunca una dificultad para los Papas del Renacimiento. Acaso por primera vez, después de las grandes monarquías orientales, había en la tierra un poder que no tenía que contar lo que gastaba. La grandiosa nueva iglesia de San Pedro consume los ingresos de no pocos años, pero nunca faltan recursos para seguir completando su gigantesco plan. Los grandes hombres que se suceden en la dirección de la obra no encuentran obstáculos pecuniarios; cada Papa desea perpetuar su nombre con algún nuevo embellecimiento de aquella iglesia levantada sobre el sepulcro del humilde pescador de Galilea.
En tiempo de Constantino se había construido en el Vaticano una primitiva basílica de cinco naves. El papa humanista Nicolás V fue el primero que sintió deseos de derribarla para sustituirla por otra más moderna, y ya se ha hecho mención de cómo, habiendo llamado a Roma a su amigo León Bautista Alberti, este dio la traza de los cimientos del nuevo ábside. Pero ninguno de sus sucesores se ocupó más en el proyecto. En los frescos del Pinturicchio, de la Biblioteca Piccolomini, en la catedral de Siena, se ve pintado el interior de la basílica constantiniana de San Pedro, con el mosaico del ábside aún intacto. Julio II decidió que la iglesia romana que se levantase sobre el sepulcro del príncipe de los Apóstoles no tenía que ser una vieja y venerable basílica llena de reliquias, sino un templo colosal, único en el mundo por su riqueza y dimensiones, encarnación de la Iglesia católica triunfante. Dos años des pués de haber sido promovido al pontificado, en 1505, convocó una especie de concurso privado para examinar el nuevo proyecto y, según dice Vasari, con sorpresa de todo el mundo predominaron las ideas de un arquitecto llegado de Milán, Braman- te, establecido en Roma hacía pocos años.
Bramante había nacido en Monte Astroaldo, cerca de Urbino, y allí, en la escuela de Luciano Laurana, el exquisito dibujante del palacio ducal, aprendió una elegancia que no debía abandonar nunca, ni al proyectar edificios gigantescos como la iglesia de San Pedro. De Urbino pasó a Milán, donde queda aún testimonio de su paso en la iglesia de San Sátiro, y de Lombardía recibió lecciones de energía y audacia.
Serlio dice que Bramante empezó como pintor; pero se puede asegurar que sólo a los sesenta años, edad que tenía cuando llegó a Roma, acabó de formarse su espíritu. Las ruinas de la antigüedad le hicieron estremecerse como si fuera un joven de veinte años, despertando en él un afán ardiente de imitar a los antiguos, no sólo en los detalles, como habían hecho los decoradores cuatrocentistas, sino en su ordenación general y en los procedimientos constructivos. Quedan en Roma dos obras suyas anteriores a los proyectos de la fábrica nueva de San Pedro. Una de ellas es un claustro de la iglesia de Santa María de la Paz, pura superposición de galerías: la inferior, de simples arcos de medio punto; la superior, con columnitas jónicas y pilastras alternadas, sin ningún adorno, ya despojadas de la profusión de guirnaldas, palmetas y medallones con que los arquitectos cuatrocentistas trataban de vestir a lo clásico sus edificios, todavía excesivamente complicados. La segunda obra de Bramante en Roma es el templete de San Pedro in Montorio, que pasa por ser el punto de partida del estilo genuinamente romano del Renacimiento. Es un pequeño edificio circular, rodeado de un pórtico de columnas dóricas; el cuerpo central se eleva más, formando un segundo piso con ventanas y rematando con una cúpula esférica. Aquí, lo interesante es la disposición general y su estructura
tan clásica.
Estos dos edificios secundarios hablan en todos sentidos de lo que fue la preocupación principal de Bramante en Roma. Porque de su gran obra del proyecto de la iglesia nueva de San Pedro hemos de enterarnos haciendo un trabajo de crítica mental, apartando con la imaginación todo lo que fue añadido por los que le sucedieron en la dirección de la obra y agregando las partes que éstos quitaron o modificaron. Afortunadamente, en el archivo de dibujos que los Médicis reunieron en Florencia, quedan multitud de estudios, en los que pueden sorprenderse las ideas de Bramante para la elaboración de San Pedro. Queda también una planta completa en un gran pergamino, dibujado sólo en una mitad, pero que ofrece todos los detalles de aquel conjunto lleno de simetría. La tinta pardusca descolorida marca, en contornos trazados con gran precisión, el plan de un edificio cuadrado con una cúpula central.
Esta planta de Bramante, con sus cinco cúpulas, tiene algo de bizantina; nos recuerda las descripciones de la iglesia de los Santos Apóstoles, en Constantinopla, y la de San Marcos de Venecia. Al cabo de diez siglos se repetía el mismo problema de construir un templo que fuera el mayor de la cristiandad, y tanto los arquitectos de Santa Sofía como los de San Pedro de Roma adoptaron la idea de la cúpula como motivo predominante. Ya hemos visto que la cúpula de Brunelleschi, en Florencia, se levanta sobre una iglesia de tres naves y que la solución tiene algo de improvisación medieval. Bramante se complace en atacar de nuevo el problema; dando un empuje igual en todos sentidos, parece que racionalmente reclama una planta cuadrada o circular para apoyarla por igual en todo su alrededor. La solución de planta concentrada, o bizantina, de Bramante para San Pedro de Roma no parecerá tan extraña si se advierte que, viniendo de Milán, había de tener muy presentes algunos edificios semi bizantinos de Venecia y Lombardía, y acaso también las iglesias de Rávena. Roma le deparó una ocasión grandiosa para desplegar todo su genio. Según él mismo decía, su idea era colocar la cúpula esférica del Panteón sobre el cruce de dos grandes naves con bóveda de cañón, como las de la basílica de Constan-griega, terminarían interiormente en cuatro ábsides, y con un pórtico a cada lado formarían las fachadas. En los cuatro espacios que quedaban diagonalmente en los cuatro ángulos de las naves en cruz, había cuatro cúpulas menores y cuatro salas para sacristía. Para disimular las enormes masas de los pilares y los muros pensaba valerse de grandiosos nichos, como los que por doquier podía ver en las construcciones romanas.
Aunque la obra no se llegó a ejecutar según esta disposición, parece que los artistas de la época se hicieron cargo perfectamente del proyecto y en pequeño lo realizaron en iglesias rurales, que hoy resultan preciosas, porque nos dan un reflejo de lo que hubiera sido San Pedro, de haberse seguido el proyecto primitivo. Así son, con una cúpula sobre los cuatro brazos de una cruz griega, las dos iglesias de Santa María de la Consolación, en Todi, y la de San Blas, en Montepulciano, ambas vecinas a Roma, ejecutada esta última por el florentino Antonio da Sangallo, lo cual prueba que las ideas de Bramante eran admitidas sin vacilación. El propio Julio II hizo acuñar una medalla con su retrato en una cara y en la otra una vista de la iglesia, como si estuviera ya terminada, con la leyenda: Templi Petri instauratio. Se colocó la primera piedra el día 18 de abril de 1506. Los trabajos comenzaron por la parte posterior: el ábside y los pilares de la cúpula. Julio II dejó que Bramante derribara todo lo que fuera preciso de la antigua basílica. Sólo se le impuso la prohibición de no tocar el lugar central, donde está la confesión de San Pedro, una especie de pozo que nunca había sido violado y en el que se han realizado recientemente excavaciones en busca del sepulcro del cuerpo del Apóstol. Por mucho tiempo el culto se practicó en lo que quedaba en pie de la antigua iglesia; más tarde se hizo una capilla provisional sobre el sepulcro, hasta que la basílica quedó del todo terminada. Una mínima parte de lo que se creyó digno de conservarse se almacenó, con el mayor desorden, en los subterráneos que quedan entre el pavimento antiguo y el de la actual basílica, mucho más alto. Allí hay fragmentos de esculturas de las tumbas de los pontífices, de ciertos altares y el sepulcro de Otón II, que estaba en el patio, ante la fachada de la iglesia. Pero toda la decoración de los antiguos mosaicos cristianos, los frescos de Giotto y otras bellas obras del primer Renacimiento cuatrocentista fueron destruidos sin respeto. El pueblo de Roma y las personas cultas, entre ellas algunos cardenales, no presenciaron indiferentes aquel vandalismo; imponía la excusa de que la vieja construcción amenazaba ruina, pero, así y todo, se elevaron voces de protesta, sobre todo contra Bramante. «El hubiera destruido a Roma entera y el Universo si hubiese podido», dice un escritor de la época.