No sólo en Italia, sino en todos los demás países adonde llegó el Renacimiento, en iglesias rurales de ladrillo, revestidas de estuco, o en grandes monumentos como la iglesia del Escorial, y más tarde también en la de los Inválidos, de París, siempre se repite el mismo tema: una iglesia en planta de cruz con una cúpula sobre un tambor cilíndrico en el crucero.
Además de la cúpula, puede decirse que, a excepción de la fachada, todo el exterior de la iglesia de San Pedro es obra de Miguel Ángel; la que había proyectado Bramante hubiera sido absolutamente distinta, con sus múltiples pórticos y galerías abiertas. En el ábside de San Pedro es donde se comprende el estilo propio de Miguel Ángel como arquitecto. Los altísimos muros curvos de los ábsides rematan en un simplicísimo ático horizontal, que debía dar la vuelta a todo el templo, sostenido aparentemente por colosales pilastras corintias, también de toda su altura. En los espacios lisos se abren balcones y ventanas, de formas civiles, laicas, pero tan grandiosos, que vuelven a dar al edificio el carácter de religiosidad que habría perdido, en otras condiciones, con aquellas aberturas domésticas y mundanas. La obra de Miguel Ángel en San Pedro generalmente queda olvidada detrás de la impresión barroca de la plaza y la fachada, ejecutadas mucho más tarde; pero al dar la vuelta al edificio, si el ánimo no está ya cansado por tantas sensaciones diversas, al ver la iglesia enorme, con sus muros severamente arquitectónicos, y al elevar la vista hasta la altísima cornisa, recorriendo con la mirada aquellos lienzos de piedra, únicos en el mundo por sus dimensiones y nobleza, uno vuelve a sentir el mismo efecto de emoción religiosa que producen las catedrales de la Edad Media. Miguel Ángel consiguió, con su espíritu elevado, dar un sentido nuevamente místico a la obra fastuosa que proyectó realizar la Roma pagana del Renacimiento.
En las obras de San Pedro se formaron los arquitectos de la escuela romana. Uno de los discípulos de Miguel Ángel, Giacomo da Vignola, divulgó sus principios en un Tratado de Arquitectura. Vignola es el arquitecto de la iglesia del Jesús, en Roma, también con una cúpula y una sola nave, con capillas laterales, el desarrollo final de la idea iniciada por León Bautista Alberti en la iglesia de Mantua. El crucero, ancho, está iluminado por la cúpula; la bóveda, de medio punto, se contrarresta por las capillas laterales. La fachada del Jesús es de Giacomo del la Porta, quien introdujo algunos detalles de decoración poco clásicos, que muestran los progresos del barroquismo. Hay encima de la puerta un escudo del que cuelgan unas guirnaldas, dentro del estilo de Miguel Ángel, aunque más complicado y retorcido. La disposición general de aquella fachada es todavía la propuesta por León Bautista Alberti en Santa María Novella de Florencia, que se conservaba por tradición desde el siglo anterior: un cuerpo bajo, con un orden de pilastras, y un cuerpo superior que termina en un frontón. Como el cuerpo bajo es más ancho, porque tiene la amplitud de las tres naves (o de la nave central y las capillas), y el superior no tiene más anchura que la de la nave central, estos dos pisos están reunidos por una curva ondulada que acaba en dos volutas. Así, el cuerpo alto se ensancha ingeniosamente para combinar se con el piso inferior. Esta solución, popularizada por los libros de los tratadistas del Renacimiento, logró singular fortuna.
Pero aquel siglo no era el más á propósito para edificios religiosos; ya hemos visto que sólo el genio superior de Miguel Ángel consiguió impregnar de una grandiosidad moral el proyecto de la iglesia de San Pedro. Los Papas del Renacimiento, mejor que varones piadosos, eran hombres de Estado, como Julio II, o eruditos y aficionados, como León X y Paulo III. Cuando Miguel Ángel labró para Bolonia el retrato de Julio II puso en sus manos un libro abierto, porque diciendo el que gran pontífice le reprendió lo que hacía falta en su retrato era una espada, pues él no era hombre de lecturas: Mettevi una spada, che io non so lettere. La preocupación dominante era restaurar en todos sus detalles la vida clásica, y esto se ha de reflejar en la más social de todas las artes: la arquitectura. El primer edificio con carácter de habitación que debemos citar en esta época es el propio palacio del Vaticano. El conjunto es una construcción compleja en la que cada Papa ha introducido nuevas dependencias, pero el plan puede reducirse, en sus elementos esenciales, a las habitaciones que rodean el patio llamado de San Dámaso y a las dos largas alas paralelas que reúnen este núcleo al pabellón del Belvedere, en donde se encuentran los Museos y la Biblioteca, característicos accesorios del palacio pontificio.
El patio de San Dámaso, obra de Bramante y Rafael, tiene sus cuatro pisos de pórticos proyectados con la clásica simplicidad que recuerda los monumentos romanos. Es curioso que este patio sólo tenga construidas tres alas, dejando abierta la parte del edificio que mira hacia Roma. En la planta baja están los despachos de la Curia. En el primer piso se encuentran las estancias de los Borjas, transformadas hoy en Secretaría, las habitaciones particulares de los actuales Papas y los salones para las audiencias públicas y las grandes recepciones. En el segundo piso se abren las estancias de Julio II, decoradas por Rafael, y allí se halla también la capilla de Nicolás V y la sala grande de Paulo III. Por fin, en el tercer piso del propio núcleo está la llamada galería de las cartas geográficas, con habitaciones de funcionarios y dependencias de menor importancia.
Estos son los servicios instalados alrededor del patio de San Dámaso, en forma, como hemos dicho, de U, abierta por uno de los lados mirando a la gran plaza. Dan la vuelta a cada piso vastas galerías de comunicación, o logias, decoradas hermosamente por Rafael y sus discípulos. Este núcleo de habitaciones y dependencias alrededor del patio de San Dámaso se hallaba en un principio separado del pabellón del Belvedere, asentado en lo alto de los jardines y dominando toda la ciudad. Fue también Bramante, por encargo de Julio II, quien, después de haber completado la decoración de los edificios que rodean el patio de San Dámaso, los reunió con los del Belvedere por medio de dos largas alas de trescientos metros, que dejaban dentro de ellas un inmenso patio rectangular, llamado de la Piña, porque allí se puso una piña colosal de bronce, procedente de un antiguo edificio romano, que durante toda la Edad Media había estado delante mismo de la basílica de San Pedro. El patio de la Piña tiene en la pared del fondo, por la parte del Belvedere, un nicho altísimo, que produce un efecto grandioso al final de la perspectiva del gran patio. Este efecto era aún mayor en el proyecto de Bramante: el patio se dividió después en dos por un brazo de edificio transversal, para poder comunicarse por la mitad las dos alas de trescientos metros. Estas larguísimas alas, como el brazo transversal y el Belvedere, están dedicadas al servicio de museos, archivo y biblioteca, y, realmente, ninguna residencia de ningún otro soberano del mundo tiene concedido a estos servicios un espacio tan importante. El grupo para la habitación. y recepciones, alrededor del patio de San Dámaso, es mucho menor que el área que ocupan los brazos destinados a galerías de estatuas, depósito de manuscritos preciosos, lápidas y objetos litúrgicos, acumulados en los museos y la Biblioteca del Vaticano. La misma instalación es suntuoso sima: Las estatuas y los cuadros están colocados con toda la dignidad que corresponde a los grandes tesoros de la antigua Roma, que los Pontífices del Renacimiento recogieron con tanto amor. El palacio del Vaticano es la mayor obra de esta época en Roma; pero, además, éste. Es el siglo de los grandes palacios romanos; ya hemos visto cómo a fines de la centuria anterior un cardenal, Riario, había construido para residencia suya el gigantesco edificio de la Cancillería. ¡Qué no debían hacer, pues, los cardenales del siglo XVI, con mayores recursos y con el ejemplo de Papas como Julio II y León X! Siendo todavía cardenal, un miembro de la advenediza familia Farnesio, el que más tarde sería Paulo III, mandó construir el palacio más característico de este siglo, un colosal cubo de piedra con un patio cuadrado en su interior y de tres pisos, separados por magníficos arquitrabes clásicos. Obra de Antonio da Sangallo, en el exterior recuerda aún por su masa de grandes muros, con ventanas sobriamente dispuestas, la tradición de los palacios florentinos cuatrocentistas; pero aquí se han adornado las ventanas con frontones alternados, curvos y triangulares, en el primer piso; el segundo tiene otra franja de ventanas más estrechas, también con frontones, y remata en una cornisa con las flores de lis del escudo de los Farnesios, dibujado por el propio Miguel Ángel. Los grandes arquitectos que proyectaron este edificio con un sentido tan romano de los conjuntos monumentales, dejaron delante de la fachada una plaza rectangular con dos fuentes, para las cuales se sirvieron de las grandes bañeras de pórfido de las termas de Caracalla. El interior del edificio tiene también una distribución de palacio suntuoso: el patio, cuadrado, ocupa más de la mitad del solar; las galerías, que dan la vuelta al patio, en los tres pisos, y sirven sólo para la circulación, toman la mitad de lo restante; solamente queda una crujía de habitaciones alrededor de las fachadas. Son salas cubiertas con enormes casetones o con altísimas bóvedas de medio punto, decoradas de pinturas; chimeneas colosales llenan los testeros de cada habitación.