
Toda ascensión tiene un punto de partida, y en este caso es San Germano, una ciudad humilde al pie de la montaña. Sus callejuelas empedradas, niños descalzos y cerdos errantes configuran una vida sencilla, casi primitiva. Aquí empieza el zigzag del ascenso, una metáfora clara de la búsqueda espiritual. El camino no es cómodo: cruza lentiscos, encinas, euforbios, rocas y lagartos. La vegetación que resiste en este entorno estéril es la imagen viva de la persistencia.
A medida que se asciende, el silencio crece y el paisaje se torna más majestuoso. Las montañas que se abren a la vista son de una fuerza sobrecogedora. Algunas parecen catedrales calcinadas, otras esqueletos de saurios prehistóricos. Todas hablan de una presencia mineral que trasciende al hombre. La luz cambia, las nubes forman danzas aéreas, los colores fluctúan como estados del alma. Llegar a la cima es llegar a un lugar fuera del tiempo, donde todo lo visible cobra sentido espiritual.
El convento, cuando por fin aparece, parece surgir de la roca misma. Sus terrazas, jardines pedregosos y patios de columnas son un remanso frente al caos del mundo. La iglesia se abre hacia el cielo, y más allá, hacia las montañas. Uno siente que el espacio ha sido tallado para el recogimiento. En ese contexto, la idea de convertirse en monje no parece extraña, sino lógica. ¿Qué otra respuesta puede darse a tanta belleza? Ser parte de Monte Cassino es fundirse con lo eterno, con la lentitud sagrada, con el misterio.