Sorprende, hasta en una rápida ojeada como la que hemos podido concederle en estas páginas, la modernidad, ya que no podemos decir originalidad, del arte romano del período augústeo. Ningún monumento, escultura o producto de las artes suntuarias que hemos reproducido quedaría extraño, anticuado, en nuestras casas. Y no será porque nos hayamos contagiado de los gustos de la mentalidad romana que nos han llegado adaptados a nuestras necesidades a través de los siglos del Renacimiento, no: es que ellos son modernos en el sentido de estar desprovistos de ma neras locales, convencionalismos tradicionales, supersticiones ancestrales. Son modernos porque excluyen todo lo que es fatuidad nacional y exhiben, en cambio, una generalización moderna de carácter internacional. Es lo mismo que observamos en la literatura: podrá haber productos más sublimes de poesía en otras escuelas literarias, pero nada es tan congenial a nuestro espíritu como las elegías de Tibulo, Propercio y Catulo. Forman un trío de hombres modernos que nos cuentan indiscretamente sensaciones idénticas a las que percibimos nosotros. Creyeron repetir las maneras de los griegos, pero lo hicieron con una realidad y franqueza que los hacen enteramente nuevos. Cuando Catulo nos explica el duelo que sintió por la muerte del pajarito preferido de su amante Clodia, emplea unos giros y cuenta sus sensaciones del mismo modo que lo haría un enamorado de nuestros días.
Sobre todo Virgilio y Horacio son de una modernidad desconcertante. Los ideales cívicos de la Virtud y del Honor de los filántropos de nuestros días están expresados con elocuencia modernísima en la Encina. Es la epopeya del ciudadano elevado a la categoría de héroe fundador. Horacio trata de hacerse perdonar sus graciosas perversidades diciendo que imita a Alceo, el poeta griego del siglo v antes de Jesucristo. Pero si hay en las odas de Horacio el estilo y la forma de composición de los líricos griegos, su contenido es esencialmente actual.
Acaso uno de los motivos que más contribuyan a hacernos aparecer contemporáneos el arte romano augusteo es el que sea un producto de una sociedad en la que predomina la filosofía epicúrea. Ya hemos dicho que, según Epicuro, el elemento activador del Universo era el agua, y que como una concesión al sentimentalismo místico, se aceptaba la semi religión de Venus, la diosa que había nacido de las aguas del Océano. Esto explica asimismo que en el arte augusteo predominen, sobre todo en la decoración vegetal, las plantas acuáticas y jugosas, como los acantos, la hiedra y las hojas de plátano, mientras que en el periodo siguiente del arte romano, cuando se impusieron las ideas filosóficas de los estoicos, para los cuales el elemento activador no era ya el agua, sino el fuego natural, aparezcan en la decoración vegetal una profusión de pámpanos de vid, que aluden a Dionisos, y hojas de roble, el árbol de Júpiter.
Son innumerables los atributos que por referirse a Venus se encuentran en el arte augusteo: tridentes de Neptuno, tritones, nereidas, hipocampos o caballos marinos y delfines. En la descrita y comentada estatua de Augusto de Prima Porta hemos hecho notar que al lado del César ataviado con arreos imperiales aparece una figura del amor cabalgando un delfín. Siempre se ha creído y así lo hemos explicado nos otros que era una alusión al origen troyano de la estirpe romana y al hecho de considerarse los Julios descendientes directos de Eneas y por lo tanto de Venus. Pero también hemos hecho notar que el emperador va descalzo, lo que es absurdo si se ha querido representar un cónsul en campaña arengando las legiones. El descalzarse es un gesto universal, de todos los tiempos, que indica veneración a un lugar sagrado. Moisés se descalzó en el Horeb delante de la zarza ardiendo por orden de Jehová, y todavía hoy se descalzan los mahometanos antes de entrar en la mezquita. Lo más probable es que el Augusto de Prima Porta sea una imagen del emperador beatificado o heroizado, y ni tan sólo podemos justificar la edad del personaje por la que aparentan sus facciones. Un héroe ha de estar siempre en la flor de la edad, en la plena posesión de sus facultades físicas y mentales y con un cuerpo perfecto, idealizado.
En los objetos de uso privado, como muebles y joyas, es donde aparecen con mayor intención las alusiones místicas a la fe epicúrea. Algunos collares tienen la cerradura formada por dos delfines. Las damas que llevaban tales alhajas sabían que eran una promesa de regeneración simbolizada por Venus y las aguas.