CESAR, construyendo personalmente la basílica Julia y facilitando a Emilio Lépido para que reedificara también la basílica Emilia, empezó la transformación de la Roma republicana. Si César no hubiese sucumbido tan pronto, hubiera llevado a cabo seguramente una parte de la reforma de la ciudad, de la que tanto se alabó después Augusto. Conocida es la frase que se atribuye al primer emperador, el cual, habiendo encontrado una ciudad de ladrillo, había dejado una ciudad de mármol; pero estas palabras no son absolutamente justas. En primer lugar, la Romarepublicana no era de ladrillo, sino de la piedra blanda volcánica del Lacio; además, la obra de embellecimiento, que Augusto parece personificar con su largo reinado lleno de útiles mejoras, por lo que toca al arte había sido ya iniciada por los opulentos patricios de la época anterior, seducidos por la maravillosa sugestión del arte griego. Lo que representa más que nada el impulso dado por Augusto es el reconocimiento oficial de Las corrientes helenísticas. En el elogio retrospectivo que Cicerón hizo del viejo Catón, se percibe como un último eco de la protesta de los que veían apenados desaparecer, con la introducción del fausto griego y oriental, las severas virtudes de los primeros tiempos de la República.
Augusto, declarándose sin escrúpulo por el arte helenístico, acabó con esta vacilación; él, y con él toda Roma, aceptaron sin reparo las ideas del mundo griego de su tiempo. Sus sucesores inmediatos demostraron el mismo espíritu; hasta los césares más incapaces de la Casa de Augusto sintieron la manía aristocrática de construir, que es propia aún de los vástagos degenerados de las grandes familias. Tiberio, Claudio y Nerón construyeron, acaso más que Augusto, la ensalzada ciudad de már mol; y, por haberse mantenido constantes en su predilección por lo puramente helénico, el arte romano de la época de los Césares merece capítulo especial. Sucesivamente dos grandes familias de emperadores, los Flavios y los Antoninos, llenan otra centuria; con ellas el arte romano, ya maduro, despliega sus formas propias, de grandes bóvedas y conjuntos monumentales en los tipos nuevos de foros, pórticos, basílicas y termas; a esta época del arte romano imperial le dedicaremos un segundo capítulo aparte. Por fin, en la larga serie de Jos últimos emperadores hasta Constantino, el arte romano va deformando con interesantes innovaciones y preparando la formación de las nuevas escuelas medievales; su evolución en Roma y en provincias, hasta la fecha de la fundación de Constantinopla, constituirá el último capítulo de esta breve historia del arte romano.
Durante el primer periodo imperial romano, llamado época de los Césares, Roma es ya efectivamente la nueva capital del mundo, y se comprende que acudieron a ella artistas de las antiguas metrópolis helenísticas. Por esto, uno de los problemas más difíciles de la Historia del Arte estriba en discernir lo que hay todavía de grie go y lo que hay de romano en las primeras obras del arte augusteo. Y el problema es aún mucho más difícil porque estos artistas griegos sufrieron en seguida la acción del genio romano; en cada caso particular surge la duda de si se trata de una obra de artistas griegos romanizados o de artistas romanos helenizados.
Como ejemplos de obras de los primeros días del reinado de Augusto, ejecutadas acaso por artistas avecindados en Roma, pero siempre de puro espíritu grie- go, deberíamos citar un grupo de relieves bellísimos descubiertos en diversas partes de la ciudad, algunos en el propio Palatino. Formaban series de pequeños cuadros esculpidos que quizá decoraban habitaciones; uno de ellos, el más exquisito, reproduce un motivo griego que había ya representado la pintura antigua: la liberación de Andrómeda por Persco. La hervían apenados por desaparecer, con la introducción del fausto griego y oriental, las severas virtudes de los primeros tiempos de la República.
Augusto, declarándose sin escrúpulo por el arte helenístico, acabó con esta vacilación; él, y con él toda Roma, aceptaron sin reparo las ideas del mundo griego de su tiempo. Sus sucesores inmediatos demostraron el mismo espíritu; hasta los césares más incapaces de la Casa de Augusto sintieron la manía aristocrática de construir, que es propia aún de los vástagos degenerados de las grandes familias. Tiberio, Claudio y Nerón construyeron, acaso más que Augusto, la ensalzada ciudad de mármol; y, por haberse mantenido constantes en su predilección por lo puramente helénico, el arte romano de la época de los Césares merece capítulo especial. Sucesivamente dos grandes familias de emperadores, los Flavios y los Antoninos, llenan otra centuria; con ellas el arte romano, ya maduro, despliega sus formas propias, de grandes bóvedas y conjuntos monumentales en los tipos nuevos de foros, pórticos, basílicas y termas; a esta época del arte romano imperial le dedicaremos un segundo capítulo aparte. Por fin, en la larga serie de los últimos emperadores hasta Constantino, el arte romano va deformando con interesantes innovaciones y preparando la formación de las nuevas escuelas medievales; su evolución en Roma y en provincias, hasta la fecha de la fundación de Constantinopla, constituirá el último capítulo de esta breve historia del arte romano.