La arquitectura seguía un movimiento ; los tipos eran griegos, pero en paralelo conscientemente se adaptan al genio ro- mano, más práctico y representativo. Tenemos de en el esto un ejemplo importantísimo famoso templo de Augusto en Ankara, llamada entonces Ancira, ciudad griega del Asia Menor, en el cual ya aparece algo de la influencia del espíritu romano sobre sus maestros tradicionales. Es un edificio de una sola cella; tiene, con poca variación, la planta de un templo griego, pero las proporciones son bien distintas y mucho mayor la altura; adviértase ya la preocupación de las dimensiones más que de la belleza, la cual a veces perjudica al arte romano. La puerta, inmensa, es como una ampliación agigantada de las puertas del Erecteo y de otros templos griegos, pero tiene encima del dintel un friso muy característico de una trenza de hojas de laurel, entre las dos ménsulas que sostienen la cornisa, la cual será ornamento predilecto del arte romano imperial.
Hemos calificado de famoso el templo de Ancira, y lo es porque en sus paredes conserva grabada la larguísima inscripción llamada el testamento de Augusto», con la cual el primer emperador se despide de su pueblo enumerando sus campañas y las reformas y construcciones que se han lle vado a cabo durante su gobierno.
Allí, en La inscripción de Ancira, se habla ya de un altar de la Paz, o Ara Pacis, construido en Roma, con estas palabras: A mi vuelta de la España y de la Galia Después de haber pacificado por completo aquellas provincias, el Senado decretó que, en acción de gracias por mi regreso feliz, se erigiera un altar a la Diosa de la Paz en el campo de Marte, al que cada año acudirían los oficiales y sacerdotes y las vírgenes vestales, para celebrar un sacrificio.» Muchos fragmentos del Ara Pacis se descubrieron ya en el siglo XVI, y hoy están diseminados entre el Museo del Louvre y el de Florencia, el Vaticano, la villa Médicis y el Museo de Viena. Otros mármoles habían quedado en el propio palacio de Fia- no, que se edificó en el mismo lugar; el basamento del Ara Pacis debía de estar, pues, entre sus cimientos. El trabajo de restauración ideal del edificio fue comenzado en 1902 por el arqueólogo austríaco Petersen, quien no sólo hizo ver la unidad del estilo y común origen de todos los fragmentos que, según él, provenían del Ara Pacis, sino que intentó reconstruir su forma y excitó al Gobierno italiano a verificar excavaciones en el subsuelo del palacio Fiano para descubrir otros restos que allí podían quedar aún enterrados. Las excavaciones comprobaron perfectamente las conjeturas de Petersen: a una profundidad de cinco metros estaba el gran pedestal de mármol del Ara Pacis, y se hallaron otros fragmentos de relieves merced a las galerías de excavación practicadas debajo de las calles. Hoy se conocen perfectamente la forma general del monumento y sus dimensiones: el pequeño templo que encerraba el ara estaba dentro de un recinto porticado con columnas; era en realidad un fano, o área consagrada a un numen, el numen de la Paz. Este, como correspondía a su carácter romano, no estaba representado por efigie o estatua, y no había en el santuario ningún lugar cerrado para habitación o reli cario.
El recinto del Ara Pacis era próximamente cuadrado, con un simple altar en su interior; por fuera, la pared tenía dos zonas de relieves; una de hojas y acantos, y otra zona superior con figuras. Este friso superior del Ara Pacis constituye hasta hoy el monumento más importante de la escultura romana; por su significación en la His toria del Arte ha sido comparado con el friso de las Panateneas del pórtico del Partenón, aquel desfile de los ciudadanos de Atenas que suben en procesión a llevar el peplo o manto a la diosa. En lugar de los dioses olímpicos que esperan al cortejo en el centro de la fachada del templo grie go, en el friso romano se ven las nuevas divinidades filosóficas de los tres elemen- tos: da Tierra, coronada de espigas, fecunda en frutos y ganados, que implora Horacio en su canto secular, y el Aire y el Océano, los turbulentos dioses, que están allí sentados, en reposo, como si también el Cielo y el Mar se serenan en estos años felices de la paz augustea. El grupo de aquellos númenes estaba a un lado de la puerta; en el otro, un personaje simbólico que representa el pueblo o el Senatus romanos (un anciano fuerte aún, coronado de laurel, y con el manto sobre la cabeza, como un sacerdote) se apresta a sacrificar las tres víctimas rituales. En estos relieves son interesantes los últimos resabios del estilo helenístico alejandrino, tanto en el grupo de los tres elementos, que por su personificación y atributos recuerda el grupo llamado del Nilo, como en el otro relieve del sacrificio, donde hay un fondo de paisaje ideal con árboles a la manera alejandrina y el pequeño edículo o templo, tan característico, que quiere representar la abaña de Rómulo y Remo, quienes, desde lo alto, asisten también a la escena..
En las fachadas laterales y en la posterior se desarrollaba la parte más original de este friso del Ara Pacis: una procesión cívica, presidida por el mismo Augusto, revestido con los atributos de Pontífice Máximo, acompañado de magistrados y un grupo de lictores, y detrás, el séquito inte- resante de los personajes de su familia: la emperatriz Livia, con su yerno Agripa y su hijo Tiberio; el joven Druso con Antonia, que lleva de la mano al pequeño Germá- nico; por fin, el cortejo de senadores y patricios, que desfilan gravemente envueltos en sus togas. Esta procesión de personas de la familia imperial y grandes dignatarios del Estado, retratados con insuperable realismo y llenos de nobleza y dignidad, con- trasta con el bullicioso tumulto de los ciudadanos de Atenas que, a pie o a caballo, acudían a la fiesta de las Panateneas. Hay además en el Ara Pacis la gran novedad de la introducción de los retratos; en el Partenón, ni Pericles, ni Aspasia, ni sus amigos están identificados; en el Ara Pacis reconocemos no sólo a Augusto, sus pa rientes y las mujeres de su familia, sino también a los pequeñuelos que serán con el tiempo los gobernadores de la segunda generación del Imperio.
El friso superior de la procesión cívica está separado por una greca de otra zona de decoración vegetal, la cual es la maravilla del arte augusteo ornamental. De un gran manojo central de hojas de acanto, jugosas y transparentes, que están en la base, arrancan unos delicadisimos rizos curvados en espiral con penachos de palmetas, pequeñas hojas y flores, graciosos animalitos y el cisne favorito de Apolo, protector de Augusto. El campo inferior de la pared, enriquecido admirablemente con esta decoración vegetal y debido a su poco relieve, contribuye muchísimo a la impresión de urbanidad y serenidad que se exhala de aquellos finos mármoles del basamento del Ara Pacis. Pero la interpretación viva de las hojas de acanto es de realidad tan intensa como la de los retratos del friso superior. Si se comparan las hojas estilizadas del acanto de los capiteles corintios griegos con el mazo de tallos y hojas que forman el centro del plafón del Ara Pacis, se verá como el genio romano imponía su espíritu positivo de análisis hasta para la representación de los seres inferiores de la naturaleza. En un capitel griego, las hojas de acanto son todas abstractas, simétricas e im personales; en el Ara Pacis, la decoración está repartida con orden, como si las plantas quisieran también conformarse con el decoro y régimen del Imperio, pero cada una aparece activa, llena de intensa personalidad en los tallos y las hojas.
En el interior del edículo del Ara Pacis había otro friso con guirnaldas de hojas de laurel, rosas y frutos, sostenidas por las típicas cabezas de bueyes, que ya eran tradicionales en el arte republicano romano.
Es, pues, el Ara Pacis un sublime resumen de la historia de Roma hasta aque llos días, con su tradición helenística, sus retratos, donde el genio latino se encuentra injertado de realismo etrusco, las guirnaldas republicanas y por fin el espíritu del Imperio, triunfante en la familia de Augusto. Es el comentario material y plás- tico del Carmen de Horacio, con la glorificación de los hombres que hicieron la eterna Roma, para la cual pedía el poeta que nada más grande vieran nunca los astros, y de las palabras de Virgilio, que señala al romano el papel de domeñar a los superbos.Y, sin embargo, el monumento era materialmente bien pequeño! Pequeño era también en dimensiones el Partenón al lado de tantos otros grandes edificios como existen en el mundo; pero recomponiendo todos los fragmentos del Ara Pacis, queda aún éste mucho menor; la bella pared, tan espiritualmente revestida, no tiene más que unos catorce metros de fachada por doce de lado y seis de alto. Allí estaba, no obstante, la semilla del arte nuevo, la cual tenía que esparcirse por todo el Imperio y acabar por constituir el verdadero arte europeo, el arte clásico de la antigüedad, el arte del Renacimiento florentino y de todos los renacimientos habidos y por ha- ber en lo futuro.