Hasta hace poco se creyó generalmente que el arte cristiano había comenzado en las catacumbas romanas durante los primeros siglos de la Era, en los tiempos de persecución de la Iglesia. Ya veremos más adelante la parte que corresponde al Oriente, sobre todo a las Iglesias de Siria y Egipto, en esta obra colosal de producir un completo repertorio artístico, acomodado a las necesidades de la nueva religión. Mas, para facilitarnos el estudio, aceptaremos provisionalmente el criterio de suponer que en el seno de la Iglesia romana los piadosos pintores y artistas que decoraban los cementerios cristianos fueron los primeros que se lanzaron a representar los temas evangélicos, con imágenes simbólicas primitivas, que después habían de ser representaciones del Cristo, de la Virgen, de los Apóstoles y santos con sus leyendas milagrosas.
Aunque luego reconozcamos que algunos de estos pintores de los cementerios cristianos de Roma eran orientales y que pudieron traer a la capital ya formado su repertorio artístico, las catacumbas romanas continúan siendo el arsenal más abundante para el estudio de los orígenes del nuevo arte. Las galerías subterráneas que constituyen los famosos cementerios romanos se desarrollan en inmensos laberintos, donde existe la serie más completa de las representaciones pictóricas de los cuatro primeros siglos del cristianismo.
Las catacumbas romanas están todas ellas fuera de los muros de la ciudad: las leyes del Imperio prohibían sepultar a los muertos en el recinto de las murallas; por esto las tumbas paganas se levantaron también a lo largo de los caminos que cruzaban radialmente la llanura del Lacio. Al principio, los cementerios cristianos debían de ser sepulturas comunes, como las tumbas paganas, dispuestas para enterrar a los difuntos de una misma congregación.
Las leyes de Roma autorizaban a reunirse los ciudadanos en cofradías o collegia para construirse, con la cuota de cada uno, el mausoleo común que les aseguraba enterramiento decoroso. Las primeras comunidades de fieles cristianos debieron de aprovecharse de esta costumbre, que permitía a los difuntos estar reunidos en el sepulcro como en vida habían estado unidos en el seno de la Iglesia. Es de creer que en un principio el culto se celebraría en pequeños oratorios particulares, que apenas se distinguirían de las demás habitaciones de la casa sino por la ausencia de pinturas y objetos excesivamente expresivos de las artes paganas.
La doctrina evangélica precisaba que no hacía falta lugar determinado para el culto: allí donde se reunieran dos en nombre del Señor, allí estaría Él también para comunicarles la paz del alma y fortalecerles con su amor. Bastaba, pues, para las primeras liturgias cristianas, una habitación retirada de la casa de alguno de los fieles donde no hubiera nada que pudiese distraer el piadoso recogimiento.
Las epístolas de San Pablo nos dan idea clara de cómo debían de ser las comunidades de conversos en el primer siglo de la Iglesia. En una misma ciudad podía haber dos o más rebaños con su pastor, y en Roma cada comunidad debía poseer legalmente su sepultura común, como un collegium pagano, fuera de las puertas de las murallas.