Es natural, pues, que cuando las persecuciones arreciaron, las cofradías de fieles sintieran más aún la necesidad de poseer un lugar seguro donde depositar las preciosas reliquias de los mártires, confesores de la nueva fe. Para esto aprovecharon admirablemente, en los alrededores de Roma, las antiguas galerías subterráneas de las que se extraía la piedra esponjosa, llamada puzolana, la cual, triturada, servía para fabricar el cemento. La puzolana formaba venas en la roca volcánica del Lacio, y, una vez extraída, quedaban abiertas en el terreno galerías interminables, donde era fácil para los cristianos dar sepultura a sus difuntos sin que nadie les molestara.
Para adaptar estas canteras al servicio de cementerio, no había más que regularizar las paredes y dar solidez a la roca con pequeños muros de ladrillo en los sitios en que el terreno había sido excesivamente excavado. Los muertos se enterraban a lo largo de las galerías en nichos longitudinales, tapados con una losa de piedra o de ladrillo cubierto de cemento en que se grababa la inscripción. Lugares preferentes eran unos cubículos, como alcobas o capillas, donde estaba enterrado alguno de los mártires o fieles que tuvieron jerarquía especial en el seno de la Iglesia.
Las galerías de los cementerios romanos son excesivamente estrechas, sin decoración alguna; a excepción de ciertas partes de las catacumbas de San Calixto y Domitila, apenas puede pasar de frente una persona. Tan sólo los puntos de reunión de las galerías, donde se encuentran los cubículos con las sepulturas principales, suelen estar adornados con pinturas.
Los mayores cubículos tienen a veces un lucernario, o pozo, que deja penetrar la luz del día; pero comúnmente la luz natural falta en absoluto, y un aire húmedo y enrarecido hace poco agradable la visita a las catacumbas romanas. El trabajo de consolidación y decoración del interior de las catacumbas se prolongó hasta después de la llamada Paz de la Iglesia.
En el siglo IV, el gran pontífice español San Dámaso se entregó con entusiasmo a la obra de embellecer los sepulcros de los mártires y, lleno de amor por sus santos predecesores, glorificó los sepulcros de los episcopi romani con epitafios en verso que él mismo se complació en redactar. Estos epitafios, copiados por los peregrinos, han llegado hasta nosotros en colecciones más o menos completas.
Esto ha sido lo que más ha orientado para aclarar algunos puntos oscuros de la topografía de las catacumbas, porque varias de estas lápidas de San Dámaso se han encontrado en el mismo lugar en que fueron colocadas. San Dámaso, a fin de grabar sus epitafios poéticos, se había valido de un calígrafo ilustre de su tiempo, Furio Dionisio Filocalo, el cual usaba un alfabeto particular, con pequeñas curvas en los ángulos de las letras.
Cuando se encuentra hoy en las catacumbas algún fragmento de lápida con estas típicas letras damasianas, se tiene casi la seguridad de hacer un descubrimiento importante; fijándose en el texto de los poemas de San Dámaso, se puede puntualizar muchas veces, con sólo pocas letras, a qué epitafio pertenecen los fragmentos de las inscripciones y de éstas deducir los mártires que había enterrados en la cripta.
Además, el prestigio de los recuerdos que contenían de los tiempos de persecución de la Iglesia hizo que fueran muy visitadas en los primeros siglos de la Edad Media, después de la paz de Constantino; y así se conservan varias listas de los cementerios en manuscritos con descripciones de los itinerarios de los peregrinos. Se ve que la visita se hacía sistemáticamente, comenzando por unas catacumbas y pasando a las inmediatas; los peregrinos apuntaban devotamente los nombres de las criptas y de los principales mártires allí enterrados. También estos itinerarios han servido muchísimo para identificar los lugares de las catacumbas.