El segundo Bellini, Juan, ha dejado una serie de obras mucho más larga que el primero. En un principio imita a Mantegna con figuras angulosas, fuertes, para después hacerse más dulce; sus últimas Madonas están inmóviles, como apareciendo detrás de una ventana del cielo, tienen encantadora suavidad juvenil y los colores son ya la nota clara y luminosa de Venecia. Giovanni Bellini resulta interesante por sus relaciones con las otras escuelas de pintura transalpinas. Alberto Durero, con ocasión de sus viajes a Venecia, se hizo amigo y familiar suyo. «Giovanni Bellini dice me ha alabado delante de varios nobles y personajes, y está deseoso de tener una pintura mía, aunque sea pagándola. Es un hombre excelente, y aunque muy viejo, es aún el mejor pintor de esta ciudad. “De Giambellino, en cambio, toma Durero sus coloraciones vibrantes de rojos y azules. Además, Durero pintaba el altar de la casa de los mercaderes alemanes en Venecia, llamada Fondaco dei tedeschi, al mismo tiempo que Giorgione y Tiziano la decoraban con frescos en su exterior. Es fácil que allí Durero se encontrará a menudo con el joven Giorgione, pero éste sólo sería entonces uno de aquellos pintores que, para el reflexivo alemán, empleaban el tiempo no más que en cantar y beber». Juan Bellini es el único pintor de Venecia del que Durero habla en sus cartas con simpatía. Y, en efecto, él da ya la nota veneciana, pero con una ingenuidad de primitivo que le hace extraordinariamente interesante. Sussantas y Vírgenes son venecianas más jóvenes que las de Tiziano; en los fondos, el cielo azul brillante está trazado con amor profundísimo; algún arbolillo agita a veces. sus delgadas ramas a impulsos de la suave brisa de los Alpes Vénetos.
A través de Giambellino parece también que el arte veneciano recibe los influjos de la pintura flamenca, la poderosa escuela de Brujas, de la que ya hemos hablado en otro volumen de esta obra. Y ello tuvo lugar, no sólo por efecto de la contemplación de obras importadas, sino más bien través de un influjo personal directo, es decir, con la llegada de un gran pintor. En esta época, en efecto, se establece en Venecia un gran artista misterioso, llamado Antonello de Mesina, que aporta al arte italiano no sólo algo del estilo patético de la pintura flamenca, sino la técnica nueva de la pintura al óleo. Giovanni Bellini recuerda a veces a Jan van Eyck en los ropajes angulosos de sus Madonas, como, por ejemplo, en la Piedad del Museo Brera, de Milán, pero recuerda aún más a Antonello en sus retratos de medio busto, serios, expresivos, llenos de fuerte personalidad, que reflejan en la cara el alma de cada uno de los personajes retratados. Esto es lo que Giovanni Bellini debe, acaso, a Antonello, quien llevó a Venecia la corporeidad individual del retrato, seguramente porque en Nápoles y Sicilia pudo ver cuadros flamencos. El caso de Antonello de Mesina constituye todavía un enigma; no se conocen detalles de su vida y se ignora cómo se formó, aunque se le ha creído discípulo de un pintor meridional, Colantonio. En el que se ha creído autorretrato suyo, en la Galería Nacional de Londres, se nos presenta joven, con mirada franca, penetrante, como uno de aquellos burgueses que aparecen en los retablos catalanes cuatrocentistas. Es problemático que estuviera en Brujas; lo único positivo es que vivió en Venecia y allí desarrolló toda la madurez de su arte. Por esto incluimos el nombre de Antonello dentro del círculo de los pintores venecianos; propiamente es un pintor solitario y vagabundo. Sin embargo, en Mesina estaba su obra más importante: un tríptico de la catedral, salvado milagrosamente entre los escombros después del terremoto de 1908.
Está también relacionado con la escuela. Veneciana el gran artista de Padua llamado Andrea Mantegna, el cual ya hemos dicho que era cuñado de los hermanos Bellini. La ciudad de Padua dependía de Venecia, y era realmente territorio veneciano; pero en ella habían trabajado Donatello y Verrocchio, y anteriormente el mismo Giotto, de manera que allí había existido una constante infiltración del renacimiento florentino. Sin embargo, el pintor de Padua que hubo de recoger estas tradiciones de los artistas toscanos, un tal Squarcione, no parece ser acreedor de otra gloria que la de haber formado a Mantegna. Siendo todavía niño dice Vasari, fue conducido Mantegna a la escuela de Squarcione, quien lo adoptó por hijo, y como este Squarcione comprendía que él no era el mejor pintor del mundo, le excitaba continuamente a estudiar las estatuas antiguas…”
De esta manera se explica el carácter tan clásico que tienen o quieren tener las prime- ras obras de Mantegna. Más tarde Squarcione, celoso de su discípulo, se complacía en decir que Mantegna exageraba la imitación de la antigüedad y que hacía figuras más de piedra que de carne. Pero si es cierto que a veces resulta casi escultórico en su dibujo y que pintaba los fondos con excesiva superfluidad de detalles arquitectónicos, siempre éstos son perfilados con elegancia que podríamos llamar moderna. A veces parecen secos, minuciosos y algo primitivos los pliegues rectos del ropaje de sus figuras, peores siempre un dibujante extraordinario y un gran decorador.
Mantegna influyó sin duda alguna en Giovanni Bellini, quien hacía gran elogio del arte de su cuñado. En una carta a Isa bel Gonzaga, que le pedía un cuadro con una historia o fábula antigua, a la manera de las alegorías de Mantegna, se excusaba Bellini diciendo que en modo alguno podía compararse con su cuñado. Después de los Bellini, la escuela veneciana produce una serie de artistas excelentes que continúan sus tradiciones, pero Víctor Carpaccio es la personalidad más interesante de todo el grupo. La mayor parte de sus obras están aún en Venecia. Fue el pintor de las cofradías de mercaderes, que competían en glorificar a sus santos patronos, haciendo pintar los principales pasajes de su historia. La serie de grandes pinturas en qué Carpaccio representó la vida de Santa Úrsula es hoy uno de los mejores ornamentos del museo de la Academia de Venecia. Son varias composiciones que forman un ancho friso, de una animación de figuras extraordinaria; en el fondo se ven ciudades, el mar y los canales, y altas rocas con edificios suspendidos sobre el agua, todo ello dentro del género que ya hemos dicho que había iniciado Gentile Bellini.
Carpaccio pintó también para la cofradía del día de los dálmatas, llamados Schiavoni, una serie de pinturas con episodios de la leyenda de San Jorge, y otras de la vida de Cristo y San Jerónimo. Las de San Jorge son particularmente famosas; el cuadro de la lucha del santo con el dragón es lo más culminante de la obra de Carpaccio, El animoso paladín, caballero en negro corcel, arremete decidido contra el monstruo en un campo sembrado de huesos y cadáveres. Todo el fausto de la vida oriental hubo de copiarlo Carpaccio en las escenas sucesivas del regreso de San Jorge con el dragón y la conversión del rey, padre de la princesa rescatada. Adviértase una extraña mezcla de misticismo medieval en los vestidos y trajes del Oriente, que conocía Carpaccio acaso por haber ayudado a Gentile Bellini en algunas pinturas. Se ha comparado a Carpaccio con Benozzo Gozzoli: el artista toscano cuatrocentista fue también aficionado a las acumulaciones pintorescas de monumentos en el paisaje y de grupos de figuras, pero además Carpaccio poseía ya el color de Venecia y una intensidad romántica que no tenía el decorador toscano. Lo que caracteriza a Carpaccio es una sensibilidad aristocrática muy suya: toda su obra está impregnada de buen gusto y distinción. Hasta en su misticismo es sutil y refinado. Otros maestros, dentro de la misma escuela, siguen por el camino de Carpaccio y los dos Bellini. Son los que podríamos llamar los cuatrocentistas venecianos, más brillantes y luminosos que los del resto de Italia, pero también más lánguidos y más sentimentales.
El más importante de todo este grupo de pintores es Giovanni Cima da Conegliano, artista que se muestra refinadisimo en el manejo de la matización cromática y que supo lograr en sus obras una poética evocación de la atmósfera. Pero con él, y con otros contemporáneos suyos, como Marco Baisati y Vincenzo Catena, la pintura veneciana habría quizá permanecido dentro de los mismos temas algo amanerados, y a pesar de su belleza de color, hubiera sido una repetición de lo acontecido con la es cuela de Siena.