
Al final de una calle larga, se descubre a San Pedro. No hay belleza más sólida ni más sana que la de esta gran plaza. Dos soberbias columnatas la ciñen en su curva. En el centro, un obelisco. A los flancos, dos fuentes. Hombres sentados, monjes, visitantes subiendo. Y en la cumbre, sobre un amontonamiento de columnas y estatuas, se eleva la cúpula gigantesca.
Sin embargo, se ha hecho todo lo necesario para esconderla. La fachada la aplasta. Se construyó en un tiempo de decadencia: formas complicadas, columnas multiplicadas, estatuas prodigadas. La belleza ha desaparecido bajo ese cúmulo. Se entra, y en el interior reaparece la misma impresión: grandioso y teatral.
A mi gusto, toda obra arquitectónica debe ser como una palabra sincera. Aquí, sin embargo, es una combinación. Bramante tomó las bóvedas del palacio de Constantino; Miguel Ángel, la cúpula del Panteón. De estas dos ideas paganas nació un templo cristiano. Y sin embargo, no hay aquí esa frescura de sensaciones, esa serenidad griega, ni el espanto religioso de una catedral gótica.
Miguel Ángel recibió indulgencias del Papa por pintar a cambio de peregrinaciones. Eran paganos temerosos de condena. Bernin infestó la iglesia de estatuas amaneradas. Todo es teatro. Hay una procesión de cargadores celestes, danzantes sentimentales que posan como modelos. Parrillas, cilicios, ojos místicos en jóvenes bellos, en mujeres sanas: nada conmueve. Solo queda una sala de espectáculos, la más vasta del mundo. No es una iglesia de fe: es la iglesia de un culto.