A principios de 1505 pasó el joven Rafael a Florencia y allí instaló un taller por su cuenta. Florencia había sido hasta entonces la capital del arte; también el Perugino tuvo que visitarla antes de hacerse famoso; no se concebía un pintor que no fuese florentino, por nacimiento o adopción. Poco más o menos, Florencia debía de ser ya el museo vivo que sigue siendo hoy, lleno de la mayoría de las obras admirables que todavía guarda, porque en el siglo XVI y siguientes no aumentó gran cosa la riqueza artística de la ciudad. En ella acabó Rafael de formar su estilo, o mejor dicho, un estilo suyo: al contacto de la gracia florentina, este discípulo del Francia y el Perugino despliega su espíritu, se siente animado de juvenil entusiasmo y pinta en cuatro años una serie de cuadros, principalmente de la Virgen con el Niño, que constituyen todavía hoy el más delicado joyel del tesoro de la humanidad. Son algo más de una docena de imágenes candorosas admirablemente pintadas, grupos ideales de la Madre y del Hijo, a menudo solos, abrazados, besándose o jugando ambos con igual inocencia. Es imposible describir una por una estas Madonas, que la fotografía y el cromo han popularizado tanto y que hasta en las peores reproducciones conservan siempre verdadero valor ideal. La mayor parte fueron pintadas para las principales familias de Florencia o para las comunida- des de sus alrededores; la que pintó para los Médicis, llamada la Madona del Gran Duque, todavía se conserva en la Galería Pitti; las demás generalmente han emigrado, repartiéndose por los museos de Europa.Ya hemos visto en el capítulo anterior que, por recomendación de Bramante, en el año 1508 pasó Rafael desde Florencia a Roma, donde residió hasta su muerte. La empresa que le llamaba allí era la de colaborar en la decoración de las estancias que, para hacer de ellas su habitación, preparaba Julio II. Las estancias que hoy se llaman de Rafael son tres cámaras de forma aproximadamente cuadrada, con ventanas en dos de sus lados y puertas en las paredes medianeras, que no resultan muy simétricas. El techo está cubierto con u 38/120 veda por arista algo baja; la iluminación es encontrada y mala; a veces hay dificultad para apreciar sus maravillosas pinturas, algunas de las cuales han de contemplarse a contraluz. En un principio, estas cámaras fueron comenzadas por varios artistas; Julio II estaba en edad avanzada y deseaba ver concluida lo antes posible aquella deco-romper la Hostia, ésta dejó caer algunas gotas de sangre. Rafael representó el prodigio con dignidad extraordinaria: el marco de la ventana forma una especie de estrado, al que se sube por unas gradas; en lo alto se ve al sacerdote de Bolsena celebrando la misa, que el papa Julio II oye arrodillado; detrás están sus familiares y debajo un grupo de guardias pontificios con sus vestidos de colores abigarrados, rojos y verdes bellísimos. La serie de las decora- ciones de estas dos primeras cámaras fue proyectada por un sobrino de Pico della Mirándola; representaba el esfuerzo de conciliar la filosofía aristotélica racional y la filosofía platónica o intuitiva, que era la manía de los humanistas del siglo xvi. Pero en la segunda cámara, en una de las dos paredes que faltaba pintar enfrente del te ma de Heliodoro, se presentó el episodio de Atila retrocediendo a la vista de San Pedro y San Pablo, que aparecen para defender al Papa, quien es ya la figura corpulenta de León X. En la otra pared de la estancia se alude también a la protección divina dispensada al pontificado; representa la liberación milagrosa de San Pedro en Jerusalén, tal como la describen los Actos de los Apóstoles. Impera en ambas composiciones, pues, la idea de la glorificación y el triunfo del papado sobre sus enemigos; tema mucho menos espiritual y filosófico que el de la cámara de la Signatura.
La tercera estancia tal vez no fue pintada ya por el propio Rafael, quien quizá no hizo más que los dibujos, que desarrollaron sus discípulos. El fresco que ha dado nombre a esta estancia representa El incendio del Borgo, un incendio reciente extinguido milagrosamente por la bendición papal. Los pontífices ya no son sólo los protegidos de las celestes potestades, sino que obran ellos, por sí mismos, el milagro. La composición no tiene tampoco aquel orden y proporción admirables de todas las partes que se advierten en los frescos de las cámaras anteriores; son figuras sueltas, sabiamente dibujadas: altas canéforas que llevan agua para apagar el fuego; matronas suplicantes con los brazos en alto. como Níobe; un hombre cargándose a otro, muy viejo, sobre la espalda, que parece la ilustración del texto de Virgilio al narrar la huida de Eneas de Troya incendiada con su padre a cuestas.Estas composiciones de las estancias de Rafael han servido de modelo durante siglos para las pinturas decorativas de carácter histórico; ellas señalan el principio del es- tilo académico, proporcionado, equilibrado, compuesto en masas iguales. Pero Rafael, como Mozart, con quien tiene tantos puntos de semejanza, al producir obras de un género excesivamente juicioso, compone escenas llenas de inspiración. A lo mejor, en medio de aquellos grupos dibujados tan magistralmente, aparece una figura que podría creerse bajada del cielo para enriquecer al mundo con una nueva forma inmortal. En la escena de la Disputa del Santísimo Sacramento, un joven de cabellera lacia, un efebo de belleza exquisita, señala con la mano la Hostia con inefable sonrisa, digna de un personaje de Leonardo.