Murió Rafael un Viernes Santo (aniversario del día mismo en que nació) cuando tenía sólo treinta y siete años, y fue enterrado en el Panteón, el viejo edificio romano habilitado para iglesia. Hace pocos años fue abierto su sepulcro, y se restauró la lápida; vimos sus huesos delicados como los de un niño. Multitud de discípulos continuaron pintando con su estilo, sin genio ni apenas buen gusto. Es curioso que, aun trabajando a su lado y desarrollando sus mismos proyectos, el color varíe de un modo tan enorme entre las partes ejecutadas por Rafael y las que pintaban sus discípulos; que lo que era noble y brillante al ser pintado por mano de Rafael, se convierta en basto y terroso cuando lo ejecutaban el llamado Julio Romano o el desdichado Penni, y hasta Juan de Udine y Pierino del Vaga. En una sola cosa estos dos últimos fueron dignos continuadores de Rafael: en el arte de los estucos y fantasías decorativas, como las que su maestro proyectó para las galerías del patio de San Dámaso. Juan de Udine decoró otro piso del mismo patio con verdadera originalidad y gracia. Pierino del Vaga recubrió de motivos rafaelescos una escalera del palacio Doria, en Génova, que es un encanto de color; las finas líneas y recuadros llenan toda la bóveda de una vestidura luminosa de figuras y flores. Pero cuando quieren hacer cosas más grandes, como Julio Romano en el palacio del Te, de los espacios centrales representan escenas de los primeros días del linaje humano; nada más apropiado para decorar aquella gran bóveda que la historia de los patriarcas. Primero se halla la Creación: Dios separando la luz de las tinieblas; Dios animando con su paso la figura reclinada de Adán; Dios creando a Eva del cuerpo de Adán dormido. Sigue la escena doble del Pecado y de la expulsión del Paraíso, el Diluvio y el milagro de la serpiente de Moisés. Estos plafones están divididos por los arcos, pero animando aquella arquitectura figurada aparecen unos jóvenes des- nudos que se apoyan en pedestales, efebos pensativos, la eterna humanidad que contempla su marcha desde el principio de los tiempos. Más abajo se ven, entre los lunetos de los arcos, alternándose, los profetas y las sibilas, criaturas gigantescas, como representación suprema de la raza humana, destinadas a esperar el gran hecho de redimir la del pecado. Cada una de estas figuras es un personaje importante, de talla gigantesca, como sólo podía imaginarlos Miguel Ángel. Están sentados a cada lado de la bóveda: Isaías, todavía joven, profetisa, señalando con la mano su cabeza, llena de visiones; cerca de él, la sibila de Cumas, una vieja cargada de años, lee en un gran libro que sostiene sobre sus rodillas de giganta; Jeremías, con la cabeza inclinada, apoyada en una mano, parece sumido en profunda amargura; Daniel estudia y compara libros para predecir la venida del Mesías. Joven como él, la sibila délfica es una hija de estos gigantes, una muchacha reflexiva que mira también el libro del porvenir.
Todavía en los espacios que quedan a cada lado de las ventanas pintó Miguel Ángel otras escenas bíblicas, un mundo de personajes trágicos, profetas menores y héroes judíos, movidos por el dedo de Dios. Cuatro años pasó allí encerrado Miguel Ángel, enfrentándose con mil fatigas, pues tuvo que principiar la obra varias veces por su inexperiencia en el arte de la pintura al fresco. No conocía las particularidades de la cal de Roma, y cuando ya tenía pintada una parte de la bóveda, los frescos se le cubrieron de una capa blanca de sales. Tuvo que montar de nuevo los andamios y despedir a los aprendices que había tomado como auxiliares. Sólo algunos íntimos eran admitidos a contemplar la obra en vías de ejecución. El Papa, che era di natura frettoloso e impaciente, a menudo acudía allí también para ver por sus propios ojos los progresos del trabajo: para ello dejó en segundo lugar su propia idea de un sepulcro, que ya había comenzado Miguel Ángel y del que hablaremos en el próximo capítulo. Las amarguras que pasó el artista pintando la Sixtina se advierten en el acento de sinceridad y profunda melancolía que impera en el conjunto de las bóvedas. No sólo tuvo que luchar con dificultades del arte, sino también con apuros económicos, pues estando por entonces el Papa en guerra con los franceses, a lo mejor le faltaban los recursos materiales. Dos veces tuvo Miguel Ángel que suspender la obra, y una de ellas se marchó a Bolonia exasperado. Vasari dice que, por haber tenido que pintar medio tendido aquella bóveda, que en el centro es casi plana, en su vejez le dolían los ojos a menudo. El mismo Miguel Ángel cuenta en un soneto los trabajos que pasó en la inmensa labor:
La barba arriba y el cogote siento sobre el tablado, el pecho ya es de arpía; y el pincel en la cara, todavía, va goteando un rico pavimento…
Por fin, dice a Juan de Pistoya, su amigo, a quien dirige el soneto: Defiende ahora tú mi pintura y el honor de mi nombre, no siendo el sitio a propósito y no siendo yo pintor. (Sentir que el lugar no es bueno. La bóveda de la Sixtina no tuvo necesidad de apologista; desde el primer día, Roma entera, y desde entonces toda la humanidad, se han mostrado unánimes en reconocer como uno de los más grandes triunfos del esfuerzo humano. Fue descubierta el día de Todos los Santos de 1512. Julio II quiso celebrar aquel día la misa de pontifical en la capilla. Son interesantes las últimas anécdotas que cuenta Vasari de los coloquios del Papa terrible y Miguel Ángel después de la inauguración. Quería el Papa que la bóveda se enriqueciera aún de colores vivos y toques de oro, a lo que respondió Miguel Ángel que los patriarcas y profetas allí pintados no fueron nunca ricos, sino hombres santos porque desprecian las riquezas. Veinte años más tarde, Miguel Ángel volvía a entrar en la Sixtina para pintar por orden de otro Papa, de la familia Farnesio, la gran pared del fondo, donde el Perugino había representado las escenas de la vida de Moisés. Aquellas composiciones, demasiado pequeñas, contrastaba como miniaturas con el enjambre gigantesco de la bóveda. Si en lo alto Miguel Ángel figuró los orígenes de la humanidad, en la pared del fondo creyó que debía representar el último acto de la humana tragedia: el Juicio Final. Es interesante que en la decoración de Sixtina no haya la menor alusión al Calvario. Parece como si Miguel Ángel no quisiera acordarse de la Redención, que también podría beneficiar a los malos de su tiempo. Trabajó en el Juicio Final seis años, y fue inaugurado el día de Navidad de 1541.