La composición es verdaderamente magnífica de pensamiento: en lo alto, en el centro, el Salvador, a modo de Júpiter antiguo, lleno de fuerza levanta la mano para juzgar a los réprobos, que se ven caer en largos racimos dantescos; son figuras colosales que imploran gracia, aterradas por aquel solo gesto de la divina majestad. Abajo, en su barca, repleta de almas condenadas, Carón se apresta a atravesar la laguna. Al lado de Cristo está la Virgen en actitud suplicante; a ella acuden con la mirada los humanos pecadores, ella es la única que puede servirles de intercesora con el Señor de la tierra y de los cielos. En lo más alto, grupos de ángeles llevan los atributos de la Pasión, motivo del enojo que muestra el Salvador, porque, ni aun con su propio sacrificio, ha podido redimir a la humanidad.
Durante cuatro siglos se ha admirado el Juicio Final, pero con reservas. El Aretino lo discutió desde Venecia en cartas casi injuriosas para Miguel Ángel. «Yo – decía- escribo, es cierto, las cosas más impúdicas y lascivas, pero con palabras veladas y decentes, mientras que vos tratáis un asunto religioso tan elevado sin ninguna vestidura, ángeles y santos como desnudos mortales…>> Es muy probable que otras reclamaciones de este estilo obligarán al pintor a encubrir con mantos o gasas algunos de los cuerpos más venerables que forman parte de la gran composición, como el de Jesús, y acaso también el de María, que por su gesto parece dibujado para representarlo sin vestiduras. Hoy el Juicio Final de Miguel Ángel está terriblemente obscurecido y estropeado: el color se ha vuelto negro, azul; la bóveda, en cambio, está mucho más íntegra de color y atrae todas las miradas. Además, la composición de esta nueva gigantomaquia no es tan simpática como la de la bóveda, llena de sentimientos elevados y más amables; tiene también la bóveda más variada. En el Juicio Final hay una sola nota, una sola forma: la del cuerpo humano agigantado, estirado. Parece como si Miguel Ángel, ya anciano, vuelva a sentirse escultor, aun pintando, que le interesa el hombre como organismo, máquina perfecta de músculos, huesos y tendones. Al igual que en el friso de Pérgamo, los gigantes del Juicio Final son seres abstractos que no podrían vivir nuestra vida real. Sin embargo, se impone una rectificación. Nuestros tiempos propenden a estimar más el Juicio Final, a pesar de lo que tiene de estridencias y disonancias, que la bóveda de la Sixtina, subdividida por arcos y compuesta como un pabellón donde se han extendido tapices cuyo valor individual es enorme, pero sin decorar la bóveda en su forma natural, mientras que el fresco del Juicio Final abarca la pared desde el suelo al techo.
Los discípulos de Miguel Ángel en la pintura no fueron tan enojosos como los de Rafael. Sebastián del Piombo, su amigo y confidente, es muy respetable por todos conceptos; el mismo Vasari, el delicadisimo Dominiquino, el famoso Caravaggio, maestro de Ribera, de quienes tendremos que hablar al tratar de los orígenes del arte barroco en Italia, todos deben algo a Miguel Ángel. Y la razón de esta superioridad estriba en que Miguel Ángel realmente trabajó solo, no educó discípulos ni les traspasó luego sus encargos, como Rafael hizo con los suyos: los artistas que entraron dentro de la órbita de Miguel Ángel se forma- ron una personalidad independiente; el maestro era para ellos el modelo de artista excelso, no un pintor a quien imitar.
Mientras la pintura, en Roma, quedaba encauzada hacia estos estilos rafael escos o miguel angescos, en Florencia y Parma algunos pintores delicados, con su arte sentimental y fino, reaccionaban contra esta escuela romana. Uno de ellos, el toscano Andrea del Sarto, sucesor directo del arte florentino, no contaminado de romanismo, es discípulo de Piero di Cósimo, quien heredó, a su vez, de Botticelli y de Verrocchio, las características de su estilo. Hijo de un sastre, Andrea d’Agnolo fue conocido por el apodo del Sarto. Empezó su carrera pintando los frescos del convento de los car- melitas y pintó después una infinidad de bellas imágenes de Madonas, de un tipo más florentino y delicado que las de Rafael. Sus colores esfumados, sin llegar al amaneramiento, tienen una gracia sentimental algo afeminada que a veces los hace deliciosos. Reproduce casi siempre un tipo de mujer sencilla, algo popular, su propia esposa, que se llamaba Lucrecia, a la cual, por averla nel’animo impresa, se parecían casi todas las cabezas femeninas que el artista pintaba.
Vasari, que fue su contemporáneo, se muestra muy difuso al explicar la vida de Andrea del Sarto. No obstante, se hace cargo de la valía de sus obras y relata, en los párrafos desordenados de su escrito, algunos datos biográficos interesantes. Según él, Andrea del Sarto hubiera sido el primer pintor de su época de no haber mostrado siempre cierta timidez de ánimo que le hizo mancar de grandeza e copiosità, a la maniera que la tuvieron otros pintores, es decir, Miguel Angel y sus discípulos. También lamenta que Andrea no hubiese estado más tiempo en Roma, para Miguel angelizarse. Para Vasari, Roma era (ya a mediados del siglo xvi), por sí sola, la mejor escuela de arte. Se si fusse fermo in Roma, egli avrebbe avanzati tutti gli artefice del tempo suo. Vasari nos entera también del viaje de Andrea del Sarto a Francia y de la acogida que le dispensó Francisco I, así como de la graciosa anécdota de su vuelta, por la nostalgia que le acometió al leer las cartas de su esposa, y de la alegre temporada que pasó en Florencia a su regreso hasta que agotó el dinero que le había dado el rey de Francia. La esposa de Andrea del Sarto resulta un tipo muy moderno; parece una de esas compañeras de pintor, difíciles de contentar y caprichosas, dominando al marido por la colaboración que le procura como modelo. Cierto es que la repetición del mismo tipo femenino, en todas las obras de Andrea del Sarto, se hace un poco monótona, pero, en cambio, el color es muy bello, los pliegues están suavemente combinados y la composición de los grupos es bellísima. Andrea del Sarto fue, realmente, el último gran artista florentino. Su vida se deslizó casi toda en Florencia y en Toscana, salvo su viaje a Francia. Al verle en Toscana trabajando en el convento de Valombrosa o en otros monasterios vecinos se nos antojaría un pintor cuatrocentista. Sus frescos de los conventos de Florencia constituyen aún grandes series que cautivan el ánimo; parece como si el viejo espíritu de los pintores al fresco florentinos se hubiera rejuvenecido y viviera aún en pleno siglo XVI. Después de Andrea del Sarto, Florencia también se romaniza, y no queda ambiente, a fines del xvi, para el auténtico espíritu florentino ni aun en su misma patria.