Ejemplos de esta escuela de pintores florentinos, que no piensan más que en Roma y en Rafael y en Miguel Ángel, son Vasari, el escritor tantas veces mencionado, que también era pintor y arquitecto, y Agnolo di Cósimo, llamado II Bronzino, que fue pintor de cámara de los duques Cosme I y Fernando I de Toscana.
En sus retratos, el Bronzino consigue eternizar el tono moral de la persona retratada. Uno del Museo de Berlín nos presenta a Leonor de Toledo, la esposa castellana, seria y taciturna, del duque Cosme de Toscana, que estuvo fascinado por la veneciana Bianca Capello. Otro cuadro, de la Galería de los Uffizi, nos muestra a la duquesa Leonor con uno de sus hijos, siempre con su aire preocupado o de triste reserva.
Con el Bronzino se ha querido relacionar aquella corriente de elegante exquisitez que se ha dado en llamar Manierismo, y que se caracteriza por rebuscamiento en la composición, en el diseño de la figura humana (la cual se alarga y adelgaza y adopta formas serpenteantes) y en los efectos poéticos de luz y color. Fue una tendencia que pronto se generalizó de Italia a los Países Bajos y a Francia, antes de extenderse al arte de otras naciones. Viene a ser como una intelectualizada desviación de los principios que informan la pintura y la escultura del pleno Renacimiento. Pero sus verdaderos iniciadores fueron, entre los pintores de la escuela florentina, Rosso Fiorentino (un discípulo de Andrea del Sarto) y el Pontormo, y en Siena Domenico Beccafumi, y la cultivaron después en Urbino Federico Barocci y en Parma Francesco Mazzola, llamado il Parmigianino, autor de la bella Madona del Collo Lungo (hoy en la Galería de los Uffizi). Después hallamos vestigios fuertes de esta tendencia en Daniel de Volterra y en otros muchos autores secundarios.
Tal modalidad preciosista apunta ya anteriormente en otras escuelas regionales italianas, en el primer Renacimiento, como un afán de preciosismo elegante. Así, en Ferrara, Cosme Tura representó, a últimos del siglo xv, una tendencia parecida, que se manifiesta en la elegancia de la pose, en las exquisitas angulosidades del diseño y en el adorno lujoso, aún con ciertos acentos de goticismo. Aunque nos hayamos propuesto en este capítulo hablar tan sólo escueta- mente de los principales pintores italianos del siglo XVI, dejando aparte la escuela de Venecia (a la que dedicaremos otro capítulo), debemos insistir aquí en la importancia que tuvo esta escuela de Ferrara. En ella Cosme Tura influyó decisivamente sobre otros pintores de gran talento, como Francesco Cossa, el autor de los frescos que decoran una famosa sala en el Palacio Schifanoia, y Ercole dei Roberti, autor que destaca por su sentido de lo monumental. En otra escuela, la de Parma, ya en pleno siglo XVI, iniciaría su arte clásico, si bien lleno de delicadeza, Antonio Allegri, llamado il Correggio, del pueblo donde nació. Correggio puede compararse a Rafael por la eficacia y brevedad de su vida. Al contrario de Miguel Angel, que de los hombres hacía gigantes, parece deleitarse en sorprender la psicología de los pequeños seres.
Acentuó siempre la vibración de Los contornos de las formas humanas, así como buscó efectos de vibración cromática en su colorido. Este delicado pintor de Parma dulcificaba las curvas del cuerpo. No es la sensualidad consciente y casi trágica de Tiziano y Giorgione, es como un vago deseo que se satisfaría sólo con el tacto. Tiziano, viendo los frescos de Correggio en Parma, decía: «Si no fuese Tiziano, quisiera ser Correggio.» Velázquez, en su segundo viaje a Italia, se detuvo en Parma varias semanas, procurando conseguir para Felipe IV obras de Correggio, y acaso por la intervención personal de Velázquez se conservan hoy en el Prado dos cuadros de aquel pintor. Parecen pintados con esencias olorosas. El paisaje del Noli me tangere es de tonos irisados maravillosos; la Magdalena, rubia, vestida de brocado amarillo, está postrada delante del joven jardinero, también algo infantil. El otro cuadro es una Virgen con el Niño y San Juan. Correggio murió joven, en 1534, antes de los cuarenta años. Pero tuvo tiempo y ocasión de emprender trabajos de grandes proporciones: el decorado de la cúpula de la catedral de Parma y varias otras pinturas de la misma iglesia. Sin embargo, hay que conocerle más por sus cuadros profanos, donde establece sin reservas su nota entre poética y sensual. Desde el siglo xvi han sido muy estimados y combatidos; entre tales obras hay que citar su Dánae, de la Galería Borghese, la Antíope, del Louvre, y la Io y el Ganímedes, de Viena, rescatados por los italianos después de la primera Guerra Mundial.
Correggio creó, en su Nochebuena del Museo de Dresde, un tipo de pintura que representa el Nacimiento en que toda la luz emana del cuerpo del Niño, y que es como un anticipo del barroco. El entusiasmo que provocó aquella usurpación de los derechos de la naturaleza puede apreciar se en algunas imitaciones de aquel cuadro, sobre todo en la Nochebuena de Maratta.