Fachada del palacio de Carlos V en Granada, obra realizada según proyecto de Pedro Machuca.
A fines del siglo xv, España está invadida de artistas extranjeros. Los Reyes Católicos, a pesar de su carácter tan nacional, llaman o admiten arquitectos y decoradores flamencos y alemanes para dirigir sus nuevas construcciones. Vienen también entalladores y escultores del norte de Francia y de Borgoña; durante el reinado de Carlos V, los italianos acuden en tropel y todos son bien recibidos. La España del siglo xx, que pretende hacerse castiza excluyendo lo poco que pueda llegarle desde fuera, debería recordar cómo se hizo grande y española absorbiendo y asimilándose todas las corrientes artísticas de la Europa del Renacimiento.
Un solo arte, que podríamos llamar peninsular, se mantenía imperturbable: el arte decorativo neomusulmán, conocido en España por arte mudéjar, cultivado principalmente por los moriscos. Este arte, que todavía hoy está en uso entre los árabes del norte de Marruecos, quienes le dan el nombre de estilo andalús, subsistió en España durante todo el siglo xvı, y con tenaz personalidad acabó por influir en los artistas alemanes y flamencos que se establecieron en Castilla. En Andalucía y en Toledo, era el único arte para la carpintería decorativa, para los muebles y los techos, sobre todo de estuco. Dará idea de lo arraigadas que estaban las formas mudéjares en el sur de España el que un tratado de Carpintería de blanco, que compuso un tal Diego López de Arenas, con abundantes grabados de lacerías mudéjares, fue reimpreso toda vía en 1727, en plena época del barroco, y aún modernamente en 1867.
Ya puede comprenderse, pues, que du rante el reinado de los Reyes Católicos, cuando los artistas fluctúan aún entre lo viejo y lo nuevo, este arte híbrido español les obsesiona; Ja influencia del mudéjar puede verse en las grandes obras que mandan ejecutar no sólo Fernando e Isabel, sino los magnates de su reino. En las restauraciones del Alcázar de Sevilla, en las y reconstrucciones de la Aljafería de Zaragoza y sobre todo en los techos y cornisas monumentales del palacio de los duques del Infantado en Guadalajara, triunfa la carpintería de lo blanco. Apenas si en la antigua España musulmana, en la Alhambra o en los palacios persas llegaron a prodigarse con tanta profusión los entrelazados y lacerías, combinados con fajas de inscripciones.
Blasones de los Reyes Católicos que adornan el interior de San Juan de los Reyes, en Toledo, obra de Juan de Guas.
Alcanzaron gran boga en aquellos tiempos las divisas o motes con alegorías personales; el genio castellano se sentía feliz al prodigar en los techos y en los muros inscripciones altisonantes. Las fachadas se cubrían de escudos, sostenidos por parejas de Hércules y el primitivo hombre español Illamado Rocas, o águilas si eran escudos reales, colocados sobre puertas y ventanas, que rodeaban fajos de molduras y lacerías de un gótico arabizante. Los materiales del repertorio decorativo eran aún góticos, las molduras góticas, pero ensambladas y combinadas como lacerías mudéjares. Ya hemos dicho que hasta los grandes artistas extranjeros, los maestros arquitectos y escultores que dirigían los monumentos reales y que por vanidad de su arte áulico debieran hallarse al abrigo de la influencia de este arte mudéjar, aparecen contaminados de los principios de la decoración oriental y enlazan superponen sus formas como los decoradores árabes. Procedían, principalmente, de Borgoña y Flandes, donde el arte gótico alcanzaba una última etapa de su desarrollo con el flamear de las molduras y las infinitas intersecciones y superposiciones de pilastras y pináculos. Esto les preparaba para entender el gótico arabizante de España, y por esto acaso sus obras resultan tan nacionales. Poco sabemos de aquellos. extranjeros, cuyos nombres van unidos a las grandes construcciones del tiempo de los Reyes Católicos: Egas, Guas, Colonia y Siloé. El primero, Enrique Egas, hijo del bruselense Annequin Egas (Ian van der Eyken), parece haber sido el hombre de confianza de los Reyes Católicos en materia de construcciones, el asesor e inspector de las obras que pagaban o protegían los soberanos. Su labor resulta algo anónima; debió de intervenir en todo, pero muy poco puede atribuirse como absolutamente original. Egas parece haber sido el autor de la última catedral gótica de España, la catedral nueva de Salamanca, comenzada el año de 1512. Suspendidas las obras varias veces, no se continuaron hasta el 1560, y es interesante consignar que, habiendo reunido los canónigos una especie de congreso para decidir si debía continuar aún en el estilo gótico o en el grecorromano, entonces imperante, la mayoría de los consultados, y entre ellos Herrera, el arquitecto del Escorial, aconsejaron acabarla según el plan gótico primitivo, para que el monumento conservará su unidad.
Gil de Siloé y Felipe Biguerny: Altar mayor de la Capilla del Condestable, en la catedral de Burgos.
Ya no ocurrió lo mismo en Granada, la ciudad conquistada después de tanto esfuerzo y donde, como es natural, también hacía falta una catedral. Se cree que Enrique Egas trazó el plan de conjunto, también gótico, y con este plan se hicieron los cimientos, y así quería que se acabase el emperador Carlos V; pero el Cabildo, enemigo de erigir una obra gótica, que a su parecer no estaba de acuerdo con las últimas novedades, encomendó a Diego de Siloé la terminación del edificio según el estilo del Renacimiento. Así son también las catedrales de Jaén y Málaga. Los canónigos de aquel entonces aventajaban, pues, en deseos de modernizarse a los artistas y hasta al mismo emperador.
De los Guas (acaso Guas sea la traslación del flamenco Wass), que al parecer fueron dos hermanos, Enrique y Juan, nada se sabe acerca de su origen y hasta cabe dudar si efectivamente serían extranjeros o españoles. Ambos son tenidos por autores del palacio del duque del Infantado, en Guadalajara, según una inscripción del patio, y por la leyenda de su sepulcro sabemos también que «Juan de Guas hizo San Juan de los Reyes. Ésta es la magnífica capilla real de Toledo, llena de las cifras coronadas de Fernando e Isabel, con sus motes y escudos sostenidos por águilas gigantescas. Santuario maravilloso de la monarquía, los Reyes Católicos habían destinado la capilla de San Juan de los Reyes para su enterramiento: después prefirieron a Granada, la ciudad por ellos tan deseada, para que guardara sus cenizas. Pero la posteridad ha de admirar a San Juan de los Reyes como un panteón real; sus decoraciones, que quedaron del color blanco de la piedra, debían ir policromadas y doradas, con las grandes águilas negras, el oro y el rojo salpicado aquellos muros con los colores heráldicos de la España unificada. A excepción de las catedrales ya citadas de Granada, Salamanca, Málaga y Jaén, éste no fue tiempo en que se construyeran grandes iglesias; las viejas ciudades del centro de la Península tenían ya sus enormes catedrales góticas, más que suficientes. La iniciativa real se redujo, pues, a erigir capillas de una sola nave, por lo común construidas al lado de un monasterio franciscano, donde los monarcas acostumbraban tener un aposento. Los magnates de la corte, sin hacerse erigir edificios especiales para panteón, abrieron en los ábsides de las viejas catedrales capillas en que se hace alarde de una riqueza de decoración nunca superada. Así es la capilla que, para su sepulcro, mandó construir en el ábside de la catedral de Toledo el cardenal Mendoza, antecesor del gran Cisneros en favor de los Reyes Católicos. El cardenal Mendoza quiso aprovechar para su sepultura dos capillas medio abandonadas del ábside, donde había varios sepulcros reales, y de aquí que se siguiera llamando el panteón del cardenal capilla de los Reyes viejos, cuyos restos fueron colocados en espaciosos nichos practicados en el muro a modo de camarotes, mientras el sepulcro del cardenal venía a ocupar el centro de la capilla. Todo el muro de cerramiento es una filigrana flameante, laceria de piedra llena de interesantes figuras. Pero esta profusión de molduras y relieves tenía que ser superada aún en la capilla llamada del Condestable, en la catedral de Burgos, construida por doña Mencía de Mendoza durante los años que Pedro Hernández de Velasco, que así se llamaba el Condestable, pasó en la guerra de Granada. La capilla se proyecta fuera de la planta de la catedral de Burgos, como un pequeño monumento aparte; su cimborrio caracteriza hoy la silueta de la catedral, como las torres de la fachada y la linterna del crucero.