Después de los años de guerra que trajo la extinción de la Casa de Augusto, con la muerte de Nerón, otra familia de grandes príncipes amantes de las artes inauguró una segunda época del Imperio romano. Vespasiano, el primero de los emperadores de la familia Flavia, antes de venir a Roma había gobernado durante largos años las provincias orientales; Tito, en sus campañas, se ocupó principalmente de Oriente, la tierra clásica del arte y, sobre todo, en la arquitectura; y Domiciano, el tercero de los Flavios, durante su largo reinado tuvo tiempo de llenar a Roma de construcciones fastuosas.
Para erigir sus grandes edificios, los Flavios utilizaron principalmente los espacios ocupados antes por la Domus aurea o palacio de Nerón. En sus últimos años el joven emperador había hecho verdaderas lo- s arquitectónicas, como transformar en curas lago el valle entre los montes Celio y Esquilino, llenar la Velia de jardines, con su estatua gigantesca, y expropiar gran parte del terreno de las colinas, habitadas antes por los patricios, para construir en ellas las dependencias de su palacio. Todos estos edificios de Nerón, casi abandonados y ruinosos, fueron transformados por los emperadores Flavios en obras de utilidad pública. Sobre la parte del Palatino que ocupaba la Domus aurea construyeron un nuevo palacio imperial, más reducido y destinado casi únicamente a recepciones.
En el lugar que ocupaban los jardines y el coloso de Nerón, Vespasiano y Tito construyeron el Anfiteatro Flavio, o Coliseo, que es todavía hoy la ruina más gigantesca que conserva Roma. Tiene forma elíptica, la más á propósito para las luchas de fieras y gladiadores. El anfiteatro es un tipo de edificio que pasa por ser genuinamente romano. Los antiguos griegos no sintieron afición por esta clase de diversiones, y, sin embargo, la forma del edificio procede de la del teatro griego. En efecto, un anfiteatro no es más que la reunión de dos teatros acoplados, y existen referencias de ciertos teatros giratorios en que las escenas podrían desaparecer y, juntándose, convertir los dos edificios en un solo anfiteatro. La gradería, pues, daba la vuelta a todo su alrededor y estaba dividida en varios pisos. El Anfiteatro Flavio, el mayor de todos los del mundo romano, tiene cuatro pisos, y el más alto estaba resguardado interiormente por una galería de columnas. Casi todo él está construido de piedra labrada; las bóvedas ya son de mortero concrecionado, y en la planta baja tiene un pórtico monumental del que arrancan las escaleras que conducen a los pisos superiores; una combinación muy hábil de estas escaleras permite la salida en pocos minutos a los cuarenta mil espectadores que podía contener el edificio. Exteriormente, el Anfiteatro Flavio reproduce el mismo tipo monumental del teatro de Marcelo, con su elegante superposición de los tres órdenes arquitectónicos: dórico el inferior, jónico el segundo y corintios los dos más altos, lo que le quita monotonía; además, los tres inferiores están abiertos con arcadas, que disminuyen la impresión de pesadez de tan enorme masa.
Frente al grandioso anfiteatro y contrastando con aquel que los romanos han acabado por llamar Coliseo, se levanta todavía un gracioso arco de triunfo, testimonio de las campañas de Tito en Asia. Se terminó seguramente en tiempos de Domiciano, y su excelente situación en lo alto de un promontorio del terreno lo hace aparecer como la verdadera entrada del antiguo Foro romano. Para conmemorar las campañas de Tito bastó un pequeño arco de líneas sencillísimas, y, sin embargo, aquel monumento se erigió para recordar uno de los hechos más importantes de la historia del mundo: la toma y destrucción profetizadas de la Jerusalén rebelde el año 70 después de Jesucristo. Exteriormente, el arco tiene poca decoración, sólo unos relieves en el friso y en las enjutas de la entrada, pero en el paso de la puerta hay otros dos relieves que son el testimonio auténtico de los resultados maravillosos que podía conseguir el arte romano en aquella época. Son dos esculturas del género que hemos llamado relieves históricos. En uno de ellos aparece el cortejo triunfal con la cuadriga y el carro del emperador, precedido de dos figuras: una con casco, la cual sostiene la brida de los caballos, al parecer personificación de Roma, y otra de un genio semidesnudo, hoy decapitado, que debía de ser la misma representación del Senatus o del Populus romano que encontramos ya en el friso del Ara Pacis.
En el segundo relieve está representada otra parte del cortejo triunfal: un grupo de sirvientes que llevan los utensilios del templo de Jerusalén como trofeos de guerra: la mesa para los panes de la propiciación, los vasos y trompetas del culto judaico y, por fin, el famoso candelabro de los siete brazos, tal como lo describe Josefo, con su vástago central, del cual arrancan los otros seis, que, a modo de tridente, se encorvan para llegar todos a una misma altura. Lo más interesante de estos dos relieves es la hábil combinación de las figuras de bulto entero del primer término con las dibujadas simplemente en el relieve plano del fondo; entre ambos queda una capa de aire que produce una extraordinaria ilusión de perspectiva. Esta particularidad, que apenas se notaba en los relieves del Ara Pacis y mucho menos en el friso del Partenón, donde todas las figuras estaban en un solo plano, empieza a manifestarse en el período helenístico, pero no tiene su completo desarrollo hasta Ro- ma, y particularmente en la época de los Flavios. La policromía que sin duda tuvieron los relieves del arco de Tito debió de contribuir no poco a este efecto de ilusionismo y perspectiva. Son obras que contradicen también la vieja teoría de la uniformidad del arte romano imperial y su falta de originalidad, reproduciendo únicamente motivos griegos. No sólo la arquitectura, con los grandes edificios de bóvedas colosales, fue original en el arte romano, sino que se prosiguió también la evolución ascendente incluso en la técnica puramente artística.