
Tenía un día disponible, y quise ver el Coliseo y San Pedro. Seguramente no es prudente anotar aquí las primeras impresiones, tal como se reciben; pero, ya que las recibimos, ¿por qué no anotarlas? Un viajero debe considerarse como un termómetro, y con razón o sin ella es lo que haré mañana y hoy.
Al Coliseo primero. Todo lo que he visto desde el carruaje era repelente: callejuelas infectas empavesadas de lencería sucia o de ropa tendida, viejos edificios rezumantes, negruzcos, manchados por infiltraciones grasosas, montones de basura, tiendas, harapos, todo eso bajo la llovizna. Las ruinas, las iglesias, los palacios que se ven en el camino, todo el antiguo aparato me parecía un viejo traje bordado hace dos siglos, pero viejo de dos siglos, es decir, desdorado, ajado, agujereado y poblado de miseria humana.
Aparece el Coliseo, y uno se siente sacudido repentinamente. Se es sacudido de veras: es grande, es imposible imaginar nada más grande. Nadie en su interior; un profundo silencio; sólo moles de piedras, hierbas pendientes, y de vez en cuando un grito de pájaro: se está contento con no hablar, y se permanece inmóvil; los ojos suben y vuelven a bajar, y otra vez suben sobre los tres pisos de bóvedas y sobre el muro enorme que las domina; luego uno se dice que eso era un circo, que había sobre esas gradas ciento siete mil espectadores, que todos ellos vociferaban, aplaudían y amenazaban a la vez; que se mataban cinco mil bestias, que diez mil cautivos combatían en ese recinto y se tiene así una idea de la vida romana.
Eso hace odiar a los romanos; nadie abusó tanto del hombre: de todas las razas europeas, ninguna fue más dañina. Había allí una ciudad monstruosa, tan grande como el Londres de hoy, donde el placer consistía en ver matar y sufrir. Durante cien días, más de tres meses seguidos, se venía todos los días aquí para ver matar y sufrir. Y ahí está el rasgo propio, distintivo de la vida romana: primero el triunfo, luego el circo.
San Agustín sintió y describió esa atracción terrible. Al cabo de un tiempo, en medio de esas costumbres de artistas y verdugos, el equilibrio humano se trastrocó, se produjeron monstruos extraordinarios: Calígula, Cómodo, Nerón. Muchos artistas modernos se les asemejan, pero por suerte no van más allá del papel ennegrecido. La extrema civilización producía la extrema tensión.
En el centro del circo hay una cruz: un hombre, en traje azul, un semiburgués, se acerca en medio del silencio, se descubre, y con el paraguas verde plegado y tierna devoción besa tres o cuatro veces seguidas el madero de la cruz. Se gana, por beso, doscientos días de indulgencia.