
El cielo está despejado, y a través de las arcadas se divisan escarpaduras verdes, ruinas matizadas de matas, cuerpos de columnas, árboles, montones de escombros. Es lo que se encuentra por todas partes al cruzar Roma: restos de monumentos y trozos de jardines, patatas fritas bajo las columnas antiguas, cerca del puente de Horacio Cocles el olor a bacalao viejo, y sobre los flancos de un palacio tres zapateros remendones, o bien un plantío de alcauciles.
Se deja uno llevar y se callejea. Nada de cicerones, son el mejor medio para no ver nada. Pregunto mi camino a un semiseñor, muy complaciente, que entabla conversación conmigo. Fue a París, siente gran admiración por la plaza de la Concordia y por el Arco de la Estrella. Visitó Mabille y guardó un profundo recuerdo. Las fotografías de las bailarinas y damas galantes están aquí en los escaparates. Vi en todas partes en el extranjero que esas señoras forman nuestra principal reputación.
El aire es tibio, el empedrado seco. Desde el café donde almorcé veía unos cuarenta chuscos sentados sobre la vereda o apoyados en los ángulos de las casas, ocupados en no hacer nada. Tres o cuatro, en harapos, dormían contra la pared. Otros jugaban a la “morra”, gritando el número de dedos. El mayor número no decía nada. Sentados en fila, la barbilla apoyada en la mano, contentos de tener calor, y no demasiado calor; eso les bastaba. Algunos masticaban altramuces. No se movieron durante una hora larga.
A lo largo de la calle se abren las ventanas; mujeres y jóvenes aparecen en los balcones. Bellas en su mayoría, de cabellos negros y ojos brillantes, bien vestidas, joyas, todo ello encuadrado por el muro de una pocilga. El barro viejo salpica los frentes. Una escalera da vueltas como una tripa, y en el interior: ropa en montón, cacerola en el suelo, niños en camisa. No son mujeres deshonestas; su felicidad consiste en vestir bien y pasar la tarde en el balcón como un pavo real en su percha.