De todos estos discípulos de Leonardo, el que ha alcanzado mayor reputación es Bernardino Luini, acaso nacido en el pueblo de Luino, cerca del lago Mayor; él se firma Lovinus, y toda su actividad se desplegó en Lombardía. Pintó innumerables Vírgenes, todas con un gesto de piedad cariñosa que ha sido muy estimado por los aficionados de nuestros días; a veces a cada lado de la Virgen hay algún santo con el mismo aspecto placentero, como en oración. Todas sus figuras tienen un gesto lánguido, algo monótono, pero a menudo llega a producir tipos verdaderamente bellos. Vasari nos transmite con elogio la noticia de unos frescos suyos, sobre las metamorfosis de Ovidio, que pintó en su casa de Milán. Un reflejo de lo que se- rían las pinturas de Luini sobre asuntos paganos nos lo dan los frescos que de la villa Pelucca han sido trasladados al Museo Brera de Milán, con graciosas representaciones de ninfas y divinidades antiguas. Otro grupo de frescos de Luini existe aún en la iglesia de Saronno, en Lombardía, donde repitió los antiguos temas giottescos de la vida de la Virgen, pero con gracia moderna.
Después de la serie de Saronno, pintó Luini en Milán otro grupo de escenas con asuntos de la leyenda de Santa Catalina de Alejandría, que se prestaban más a desplegar su inventiva. Uno de estos frescos es su obra maestra. Figura el instante en que los ángeles, llevándose por los aires el cuerpo de la virgen mártir de Alejandría, van a depositarlo en el sepulcro abierto para ella en el convento del monte Sinaí. El convento bizantino del Sinaí había tenido mucha fama durante toda la Edad Media, por conservar las reliquias de Santa Catalina; los peregrinos que visitaban los Santos Lugares se desviaban de su camino para hacer aquella escala. En el fresco de Luini no hay nada que indique el Sinaí ni el convento: no hay más que tres ángeles volando que sostienen el cuerpo de la santa, rígido ya, más para ellos de peso muy liviano. Solícitos descienden de lo alto con su preciosa carga envuelta en un manto para depositarla en un sarcófago romano abierto, que tiene un relieve en grisaille con dos tritones. El contraste del tono gris del sarcófago con los ropajes de vivos colores de los ángeles es de un bellísimo efecto. Sin embargo, el artista que tenía que introducir un poco de la fuerza lombarda en la escuela toscana es Antonio Bazzi, más conocido por su apodo el Sodoma. Después de haberse impregnado del espíritu de Leonardo, pasó a Toscana, donde puede decirse que se naturalizó. Así, la pintura de la Italia Central, agotada por la mímica de los discípulos del Perugino y Botticelli, cobró savia nueva merced al Sodoma, contribuyendo no poco este pintor a la renovación de las escuelas moribundas de Florencia y Umbría. Genio desordenado, a lo mejor las facultades del Sodoma empiezan a decaer, su espíritu languidece, y a pesar de la vestidura de sus cuerpos, las figuras resultan pobres maniquíes. Pero cuando se siente con toda la plenitud de sus fuerzas, ¡qué facilidad tan extraordinaria para la creación de temas originales! En Siena sería comprendido el Sodoma mejor que en ninguna otra parte: allí se casó y allí murió. El artista recompensó a su nueva patria de la adopción que le otorgaba con pinturas admirables: sus frescos de la iglesia de Santo Domingo, sobre todo el famoso Éxtasis de Santa Catalina, desmayada en los brazos de sus compañeras. En lo alto aparece el Divino esposo, cuya visión ocasiona el rapto de la monja, y acaso la figura de Cristo sea inferior al resto de la pintura; pero en la santa desmayada, ¡qué abandono, qué manera tan acertada de expresar, con la parálisis de los sentidos, el sentimiento de su corazón lleno de amor! Otra figura de Cristo en la columna, de la Academia de Siena, con un torso hercúleo, pero inclinado en flexión gallarda y con rara expresión en la mirada, constituye verdaderamente el tipo paralelo al de la santa desmayada; son las dos figuras del Sodoma que se recuerdan con más insistencia. Sin embargo, este artista, cuya sensibilidad parece agotarse antes de acabar una pintura, tuvo constancia para pintar una serie de veintiséis frescos con la vida de San Benito en el claustro del convento de Monte Oliveto. Vasari cuenta varias anécdotas de la vida del pintor en el claustro. Estos frescos son, como todas las obras del Sodoma, dechado de bellezas y de vulgares caídas. Allí se representó a sí mismo en uno de los frescos, todavía joven, con una espada teatral, largos cabellos y cubierto con una capa, seguido de unos perrillos, una marmota y un pato, como uno de los excéntricos decadentistas del siglo pasado que hicieron los mismos alardes de esteticismo que el Sodoma, aunque con menos arte, naturalmente.