De qué manera circunscribe Miguel Ángel el sus asuntos en un mármol, se puede ver en sus grupos, donde las figuras parecen acurrucarse en el bloque, dándole forma n lugar de tomarla de él, y sobre todo en las difíciles problemas de los tondos o me alones. Un gigantesco problema de este género se le presentaría a su regreso de toma, cuando los administradores de la catedral de Florencia le encargaron que se hará el mayor provecho posible de un gran bloque de mármol abandonado, que ha sido medio destruido por las tentativas de otro escultor. Miguel Ángel hizo salir de aquella piedra el David, que es la apoteosis de su obra juvenil, Duró este trabajo más de los años. El 14 de mayo de 1504 fue trasladada la estatua desde su taller, detrás de la catedral, al sitio en que estuvo hasta hace poco, en la entrada del palacio de la señoría. De allí, donde en la actualidad queda sólo una copia, ha pasado al original Museo de la Academia.
El cardenal del la Rovere, vuelto de nuevo Roma y elegido entonces Papa con el nombre de Julio II, encargó a Miguel Ángel la obra de su sepultura, que tenía que ser el tormento de toda la vida del gran escultor, la tragedia del sepulcro, como dice Condivi. Julio II, violento en todo y extremado, quería una sepultura gigantesca, de suerte que por algún tiempo se pensó en colocarla en el centro de la iglesia empezada por Bramante, en el propio lugar donde está el sepulcro de San Pedro. Más tarde aceptó un proyecto menos ambicioso, según el cual su sepultura sería una especie de monumento rectangular, pero adosado al muro, proyectando sólo tres fachadas. Condivi da las medidas y los particulares de este primer proyecto de Miguel Ángel. El cuerpo saliente del sepulcro tendría una fachada de frente. la menor, donde estaría la puerta para entrar en la cámara sepulcral. En las fachadas laterales, doble largas, habría nichos con estatuas de virtudes con otras de prisioneros, de las que Miguel Ángel llegó a ejecutar dos, que ahora están en el Louvre. En lo alto del monumento sepulcral, en el centro, se colocarían dos ángeles sosteniendo un simulacro funerario y cuatro profetas sentados en los ángulos. Uno de ellos es el famoso Moisés, la única estatua de Miguel Ángel que había de adornar la sepultura definitiva de Julio II.
Pronto la burocracia papal tenía que desilusionar su alma sincera, algo primitiva. De regreso en Roma, los mármoles, que por mar le habían precedido, llenaban ya.. aguardándole, una gran extensión del muelle. Quiso en seguida Miguel Ángel cumplir sus compromisos y pagar los fletes, y para ello surgieron ya dificultades. Después los pagos se hicieron cada vez más difíciles, hasta que, por último, habiéndose presentado varias veces para cobrar lo prometido, le fue negada la entrada en la cámara pontificia. Furioso, decidió partir de Roma, y tomando la posta para ir más deprisa, por temor de que el Papa mandó emisarios para detenerle, no paró hasta Poggibonsi, en tierra ya de los florentinos.
En noviembre del mismo año 1506, el Papa y el escultor se reconciliaron en Bolonia, pero Julio II, con sus propios encargos, fue el primero en demorar la obra de su sepultura. Primero le encargó una estatua de bronce para Bolonia, en la que Miguel Ángel perdió dos años, porque muy pronto hubieron de destruirla los bolofieses, Después, por imposición también de Julio II, emprendió la decoración de la bóveda de la capilla Sixtina, en la que había de emplear cuatro años, y así se iba demorando la ejecución del sepulcro.
Los papas que sucedieron a Julio II, sobre todo los dos Médicis, León X y Clemente VII, encariñados también con proyectos de obras nuevas personales, se comprenden de que no tenían que tomarse gran interés. por el sepulcro de su antecesor, que forzosamente había de distraer a Miguel Ángel de otros encargos.
Por su parte, los ejecutores testamentarios de Julio II importunaban a Miguel Ángel para que cumpliera sus compromisos en la obra de la sepultura. Eran personajes influyentes, habían hecho grandes anticipos y el escultor estaba comprometido con ellos por contratos formales. En el pontificado de León X parece que tuvo algunos años de respiro, y durante este tiempo acabó el Moisés. Después, como los nuevos encargos no le permitían ocuparse ya en la sepultura de Julio II. Los Papas obligaron paulatinamente a los albaceas del pontífice difunto a contentarse con un proyecto cada vez más reducido. Se sucedieron los convenios y por fin, al cabo de treinta años, en 1543, se fijó el plan definitivo; el sepulcro, en lugar de ser un monumento proyectado fuera del muro, lleno de estatuas y alegorías, sería una simple pared decorada con tres estatuas de Miguel Ángel: el Moisés, que por sí solo basta para acompañar al más belicoso de los Papas, y dos figuras de Lea y de Raquel.
La fachada de San Lorenzo en Florencia, proyectada por León X, acabó también malamente, pues ni llegó a comenzarse, y las fatigas para reunir los mármoles de Carrara resultaron inútiles; el edificio no ha sido acabado hasta nuestros días. Miguel Ángel, en una de sus cartas, describe los peligros de bajar las grandes moles de lo alto de la montaña, operación que él, como todo lo suyo, dirigía personalmente. En cambio, mejor suerte tuvo el proyecto del segundo papa Médicis: la sepultura común de sus antepasados en una sacristía del propio San Lorenzo: pues si bien tampoco llegó a terminarla Miguel Ángel con el plan propuesto, esculpió dos de las sepulturas y una Virgen, reuniéndose en conjunto allí siete estatuas, acaso las más perfectas del gran escultor. El Papa quería cuatro sepulcros, uno en cada paramento de la capilla cuadrada; la Virgen que ahora está en una pared, entre dos estatuas de los santos Cosme y Damián, debía ocupar el centro, sobre un altar.
Habiendo sido ya el viejo Cosme y sus hijos sepultados honrosamente en una tumba ejecutada por Verrocchio, los Médicis que Clemente VII quería glorificar con un sepulcro eran Lorenzo el Magnifico, padre de León X. y Juliano, hermano de Lorenzo, padre del propio papa Clemente. Estos dos pertenecían a la generación que podríamos llamar heroica o gloriosa de los Médicis, y para ellos seguramente Miguel Ángel hubiera ejecutado sus sepulcros muy gustoso. Púes no podía olvidar la hospitalidad que recibió de ellos cuando niño y las lecciones y el cariño de Lorenzo el Magnifico, su primer protector. Pero el Papa quería además otras dos sepulturas para otros dos Médicis, llamados también Lorenzo y Julia- no, aunque indignos sucesores de los primeros, y éstas fueron las que Miguel Ángel tuvo que ejecutar entonces, precisamente cuando los Médicis estaban combatiendo contra Florencia, o por lo menos contra todo lo que quedaba aún de digno y honorable en la vieja ciudad, a la que el glorioso maestro pertenecía.