Vasari describe pomposamente, como no podía menos, dado su cargo de artista áulico, estos dos personajes: «El uno, el pensativo (il pensieroso) duque Lorenzo, con semblante de sabiduría, medita, cruzadas las piernas de modo admirable; el otro, el duque Juliano, alza la cabeza fiera, los ojos y el perfil divinos. Debajo de cada uno de estos retratos están los sarcófagos, con una tapa curva, donde se apoyan recostadas las alegorías del Día y la Noche, del Alba y del Ocaso, como para dar idea del curso del tiempo, que nos arrastra a la eternidad. La Noche parece que duerme, a manera de una giganta cansada que reposa. En esta piedra-escribió Carlos Strozzi- duerme la vida; tócala, si lo dudas, y empezará a hablarte.» Miguel Ángel, como resumiendo sus tristezas ante el espectáculo de aquel siglo corrompido, habló por boca de La Noche en unos versos famosos de un soneto suyo a la estatua: «Grato me es el dormir, y más el ser de piedra-mientras el mal y la vergüenza dura. El no ver. no sentir, es mi ventura; no me despiertes, no habla muy bajo. El Día levanta por sobre el hombro la cabeza rubicunda medio desbastada, como el halo del sol, cuyo contorno los ojos no distinguen de una manera fija.
Estas sepulturas de los Médicis son, indudablemente, la obra maestra de Miguel Angel. Después de ellas su espíritu aparece cada vez más atormentado por nuevos encargos, que más bien son cargas, impropios de su carácter, como la pintura del Juicio Final para la capilla Sixtina y las obras de San Pedro, y por la muerte de su única amor (al menos conocido), de la famosísima Victoria Colonna, viuda del marqués de Pescara. De las relaciones platónicas entre estos dos espíritus nobilísimos nos enteran sus cartas y los versos de Miguel Ángel, y además, Condivi y el ya citado libro del portugués Francisco de Holanda. Condivi, autorizado por Miguel Ángel, habló de estas relaciones en los siguientes términos: En particular amó grandemente Miguel Ángel a la marquesa de Pescara, de cuyo divino espíritu estaba enamorado, siendo en reciprocidad amado de ella entrañablemente (sinceramente)… Ella, muchas veces, desde Viterbo o de otros lugares adonde hubiese ido por deporte o veraneo, regresó a Roma sólo para ver a Miguel Ángel; y él tanto amor le tenia, que a menudo aseguraba que de nada se dolía tanto como de no haberle besado la frente, como le besó la mano, cuando fue a verla en su lecho de muerte.»
Victoria Colonna murió en el año 1547. Miguel Ángel, que había de sobrevivirla dieciséis años, se conservó fiel a su memoria, inspirándose en ella para dar expansión a sus aficiones poéticas, que crecían con la vejez. Siempre había sido un gran lector de Dante; y ahora, muerto el único amor de su vida, llena de trabajos, queda ría acompañado también con el recuerdo de su Beatriz. Este amor, ciertamente, parece haber sido elevado y puro; ambos eran ya de edad madura cuando se conocieron, y en ella alentaban los más altos ideales de religión y arte. Retirada en un monasterio de Viterbo la mayor parte del tiempo, Miguel Ángel la asediaba con cartas y versos que llegaron a alarmarse. Sin embargo, le contestaba amablemente, hablándole de su stabile amicizia, de su sicurissima affezione, de los dulces coloquios, etc. No cabe duda que en estas entrevistas los dos amantes, si es que así pueden ser llamados, hablarían mucho más de religión que de arte, mucho más del amor de Dios que de doctrinas estéticas.