Poseemos, por casualidad, la descripción de una de las fiestas intelectuales en casa de Tiziano, siempre llena de huéspedes. Un día de agosto de 1540, el latinista Priscianese fue invitado a una comida en casa del pintor, a la que asistieron también el arquitecto Sansovino, Aretino y dos artistas más. El latinista describe la discusión que se entabló en el estudio del pintor, hasta que habiendo cesado el calor, al atardecer, descendieron todos a los jardines pensiles que había al lado de la casa. «Desde allí se veía el mar, y tan pronto como el sol se puso, quedó lleno de góndolas con hermosas damas, resonando en el aire la armonía variada de las voces y música de instrumentos que hasta la medianoche no cesaron, mientras nosotros gozábamos de una deliciosa cena. Aquel mismo año, Ti- ziano acababa de procurarse un órgano magnífico, con ocasión de haber pintado el retrato del famoso Alessandro, el fabricante de órganos de Venecia.
La música había sido hasta entonces el arte predilecto de los venecianos; en los cuadros de los cuatrocentistas de la escuela de Bellini aparecen a menudo ángeles pulen el Diálogo de Platón. Una de ellas está desnuda, sin ningún adorno, y tiene en la mano un pehetero; la otra, con deslumbrante vestido de seda blanca, se apoya sobre un vaso. ¿Quiénes son estas dos mujeres? El pequeño Amor juega con el agua de un sarcófago pagano donde ambas están sentadas. Una, por lo menos, debe de ser Venus. Y por esto se ha supuesto que el cuadro representaba a la diosa animando a Medea a seguir a Jasón. Recientemente se ha dado otra explicación; esta rubia. que escucha desdeñosa los consejos de Venus sería la ninfa Polifilia, y todo el cuadro, la ilustración de una alegoría de la muerte de Adonis… Sea como fuere, la belleza está allí, y el nombre con que las gentes han designado este cuadro lo explica perfectamente: el Amor en sus matices más variados, el Amor sagrado y el profano. Allí están las bellas venecianas de cuerpo roscado, las ropas brillando en la luz, los árboles, las nubes, el cielo transparente, usando la cítara, sentados a los pies de la Madona. Ya hemos visto que Giorgione puso también, en su Concierto al aire libre, la belleza desnuda en medio del paisaje, asociando la forma humana perfecta a la sensación de la música. Las dos artes venecianas puede decirse que son la música y la pintura; su iglesia de San Marcos y sus palacios son más bien sensaciones pictóricas y musicales que arquitectónicas.
Los cuadros de Tiziano resultan, en este sentido, la apoteosis de Venecia. La luz no ha sido nunca estimada de una manera tan profunda; La bella luz que baña un cuerpo humano desnudo, perfecto, nacarado, o que cae sobre los terciopelos y brocados que vestían las ricas damas venecianas de la época. El famoso cuadro de la Galería Borghese titulado El Amor sagrado y el Amor profano es la síntesis de todos estos sentimientos. En un paisaje tranquilo, con hermoso cielo, de un azul que se va apagando suavemente, se ve a lo lejos un pequeño caserío con árboles; una masa de oscuro follaje, más cerca, sirve de cortina a dos figuras de mujer, que se ha creído que simbolizan los dos amores, las dos Venus, como en el Diálogo de Platón. Una de ellas está desnuda, sin ningún adorno, y tiene en la mano un pebetero; la otra, con deslumbrante vestido de seda blanca, se apoya sobre un vaso. ¿Quiénes son estas dos mujeres? El pequeño Amor juega con el agua de un sarcófago pagano donde ambas están sentadas. Una, por lo menos, debe de ser Venus. Y por esto se ha supuesto que el cuadro representaba a la diosa animando a Medea a seguir a Jasón. Recientemente se ha dado otra explicación; esta rubia que escucha desdeñosa los consejos de Venus sería la ninfa Polifilia, y todo el cuadro, la ilustración de una alegoría de la muerte de Adonis… Sea como fuere, la belleza está allí, y el nombre con que las gentes han designado este cuadro lo explica perfectamente: el Amor en sus matices más variados, el Amor sagrado y el profano. Allí están las bellas venecianas de cuerpo roscado, las ropas brillando en la luz, los árboles, las nubes, el cielo transparente, y acaso una alegoría clásica, pero como sólo Tiziano podía hacerlo. ¡Cuán hermoso es todo! ¡Qué goce procuran el cabello rubio de las dos mujeres, y el blanco tornasolado de las sedas de la que va vestida, o el manto rojo de la que está desnuda! Otras veces se asocian en un interior la sinfonía del órgano y el color de la bella desnuda. Así son, por ejemplo, la Venus del Museo del Prado y la del Metropolitano. La Venus de los Uffizi, pintada para el duque de Urbino, está tendida en el interior de una cámara, mientras sus sirvientas buscan en el fondo de una alacena las ropas para vestirla. Tiene en la mano un ramo de violetas y a sus pies está tendido un gracioso perrillo faldero. Es la Venus de Giorgione que se ha convertido en una aristócrata cortesana, algo más experta, pero todavía muy joven.
¡Qué audacia! Nunca el arte ha dicho cosas tan peligrosas, sin caer por ello en la vulgaridad y en lo obsceno. Tiziano parece haber sido modelo de continencia; no se le conocen amantes ni concubinas, como a Rafael. Fue su hijo Pomponio el que, con sus desórdenes, le puso en contacto con la realidad de la carne; fue su hija Lavinia, enamorada de Sarcinelli, y todos los que tenía a su alrededor. El gran artista, en sus escapatorias al Cadore, a casa de su hermano Francisco, o en su villa de Ceneda, cerca de los Alpes, al ver este mundo sensual meditaría, entre inquieto y receloso, sobre la fuerza trágica del amor que trastorna así a los seres humanos, envolviéndolos en una tempestad de delicias y dolores. A menudo el paganismo de Tiziano se revela con temas literarios. Los más preciosos ejemplos de ello son los tres cuadros que pintó para el duque de Ferrara y que ahora se hallan, uno en la Galería Nacional de Londres y dos en el Museo del Prado. El de la Galería Nacional representa el encuentro de Baco y Ariadna. El dios llega a la playa con su carro, arrastrado por ti gres; Ariadna, sorprendida, trata de escapar, pero Baco, coronado de pámpanos, se lanza con furia del carro para detenerla; los sátiros tocan címbalos y cantan con frenesí. Uno de los dos cuadros del Prado es la mal llamada Bacanal: una hermosa veneciana, desnuda, duerme en primer tér mino; otras dos muchachas están tendidas en el suelo; una de ellas se apresta a beber en una taza plana; varios sátiros bailan; un viejo se solaza tumbado sobre una loma; sobre la hierba se ve un papel de música; a lo lejos aparece el horizonte del mar, con las blancas velas de un buque. Hoy creemos que la llamada Bacanal representa el paraíso de las islas Afortunadas. El tercer cuadro de la serie, también en el Museo de Madrid, es la llamada Ofrenda a Venus. En un bosque espeso corretean los innumerables amores; todo el paisaje aparece salpicado por sus cuerpos blandos. Dos muchachas acuden presurosas a llevar una ofrenda a la estatua de Venus, que es de mármol como una figura griega. La historia de estos cuadros es bien conocida: el Baco y Ariadna son del 1521. El Duque de Ferrara esperó años enteros para conseguir los otros dos, y ninguno de ellos tenía que quedar en su sitio. Son acaso las obras de Tiziano más unánimemente admiradas: al contemplarlas se experimenta un dulce contento. El color es bellísimo: los cielos son azules, de frescura primaveral, cruzados por nubes brillantes; los árboles se agitan a impulsos del suave céfiro; todo, follajes, ropas y figuras, es hermosísimo. Hasta 1545, a los cincuenta y ocho años, no emprende Tiziano su viaje a Roma, y aún lo hizo, según parece, más que nada para conseguir una abadía para su hijo Pomponio. Se hospeda, por orden del Papa, en el palacio Farnesio, aunque se le proporciona un taller en el Belvedere, donde pinta una Dánae. Allí va a visitarlo Miguel Angel, y Vasari le sirve de guía en la Ciudad Eterna. Tanto cómo es excelente en su arte-dice Vasaries agra dable Tiziano en su trato, y de finas y corteses maneras”. Tiziano se dolió de no haber visitado. antes a Roma; cuando lo hizo, su espíritu ya no era susceptible de un gran cambio. No obstante, en su vejez todavía produjo obras excelentes. Vasari, en su visita a Venecia, veinte años después, encuentra aún a Tiziano sanísimo. Las gentes se sorprenden de su fortaleza. En el año 1564 el embajador de Felipe II escribe a su soberano que el pintor está todavía vigoroso y fuerte para trabajar, aunque, según dicen los que le conocen bien, debe tener ya cerca de noventa años. Un autorretrato en el Museo del Prado nos lo muestra aún en su ancianidad erguido, dispuesto a pintar, mirando al gran escenario del universo, que sus ojos pueden distinguir más bello que los de ningún otro mortal. Al correr del tiempo, todos sus amigos y parientes habían ido cayendo en torno suyo: primero muere su querido hermano Francisco, después el arquitecto Sansovino, su gran amigo: Lavinia se ha casado: Pomponio ya es abad: Horacio, su otro hijo, es mercader de maderas. La casa Grande quedaría desierta; sólo la habitaba el maestro con sus cuadros… Tiziano muere de la peste en 1576, a la edad de noventa años. Nadie había allí para recoger inmediatamente la herencia, mientras se llevaban el cuerpo de il gran Tiziano a la iglesia de los franciscanos, en donde él quería ser sepultado y donde estaba su cuadro de la Assumpta.