La prueba más convincente de que los escultores romanos del siglo IV no eran absolutamente incapaces de sentimiento artístico son los retratos. Tenemos varias imágenes de los últimos emperadores, de verdadero valor espiritual. La personalidad de cada uno se ha expresado acaso con más intensidad que en los retratos de los Césares, Flavios y Antoninos.
Uno de ellos, descubierto en los alrededores del Laterano, tiene el cuerpo rígido como una coraza de bronce; resulta algo cómico su gesto de imperator, pero la cabeza de aquel hombre rudo es harto viva, pues ilustra maravillosamente uno de los últimos capítulos de la historia romana; es uno de aquellos efímeros emperadores creados y depuestos por las legiones. Cuando los retratos son sólo de busto, éstos se hacen cada vez mayores, casi medias figuras, que cubre la toga con amplio pliegue atravesado sobre el pecho.
Algunos están representados con el manto sacerdotal; la mayoría llevan el pelo corto, figurado tan sólo por la mayor elevación del cráneo. En el reinado de Constantino, tanto el emperador como los simples particulares llevaban el cabello más largo, despeinado, pero les caía sobre la frente, marcando una sombra curva.
Prueba también de la vitalidad siempre persistente del arte romano hasta la fundación de Constantinopla, y aún más tarde, son los sarcófagos. En las cajas marmóreas para difuntos, los escultores hacen maravillas de técnica e invención. Espiritualizan los antiguos asuntos de las cacerías y batallas, frecuentes en los sarcófagos helenísticos, dando a estos esfuerzos heroicos un nuevo sentido místico y filosófico.
En la lucha con bárbaros y amazonas, en cacerías, raptos, duelos y sacrificios se alude a la vida laboriosa, sincera y honesta que tanto imponía la filosofía estoica como la epicúrea. Ambas ofrecían una vaga promesa de regeneración menos rotunda que la que se conseguía con los cultos orientales de Cibeles, Isis y Mitra, pero más sensata y más asequible para el culto romano. El estoico veía en los símbolos solares, como antorchas, candelabros, leones y grifos, insinuaciones a su depuración y ascensión al cielo astral.
El epicúreo veía en las imágenes de ninfas, sirenas, hipocampos, amores y nereidas, la recurrencia constante de la vida que se encarna en otro compuesto orgánico material. Estas ideas llenaron las paredes de los sarcófagos de relieves colmados de intención. Como ejemplo, reproducimos un sarcófago con las cuatro figuras de niños eternamente niños de las cuatro estaciones. Es el revolverse incesante de la vida, siempre joven, siempre bella, que acompaña a los muertos al sepulcro y promete resurrección.
El arte clásico durante su última época, representado en un mosaico provinciano hallado en Túnez, muestra el Triunfo de Baco interpretado de nueva manera y con intención, a un mismo tiempo, mística, moral y muy sugeridora. El dios va acompañado de Eros, y es saludado por una entusiasta bacante. Todo el cuadro inmenso del suelo está lleno de pámpanos y de racimos, y en él aparecen y reaparecen tigres y amores; es una ampulosa glorificación de las ansias de vivir.
Sería absurdo estimar este mosaico como un simple elemento decorativo, y estimar, asimismo, su modo de tratar el asunto como un caso de degeneración artística, en que el autor se hubiese propuesto, simplemente, ir repitiendo elementos, por no tener nada nuevo que decir. La necesidad descriptiva de añadir detalles al tema tradicional creemos que queda bien patentizada en otro mosaico del Museo de Túnez. Es el retrato de un auriga que acaba de obtener la corona de laurel en una carrera; en el fondo de la obra se distinguen los establos del circo.
El afán de sugerir la vida, no concentrándola en la representación de un momento, como hubiera hecho un artista griego antiguo, sino dando detalles episódicos referentes al pasado y alusivos al futuro, para que la escena cobre un valor de universalidad y de perennidad. Es, en cierto modo, ya la manera de expresarse típica de los artistas medievales, impacientes por narrar sus historias desde un punto de vista moralizador. Así, lo que encontramos en el ocaso del arte grecorromano no es mera decadencia, sino intentos de un nuevo modo de sentir. No se arrinconan los temas antiguos, sino que se les añade intención y trascendencia.