Para una cofradía de Siena pintó también un San Sebastián, acaso su obra maestra. El santo aparece como un Ganimedes o un Hylas moderno. Por fin, el Sodoma pasó a Roma, llamado por el banquero Agustín Chigi, administrador del Papa, casi ministro de la hacienda pontificia. Chigi llevó consigo al pintor lombardo para que trabajara en el Vaticano, y su éxito allí fue absoluto. Rafael mismo se retrató con el Sodoma a su lado, como principal colaborador. Pero si en las estancias del Vaticano desaparece el Sodoma, eclipsado por Rafael, en cambio, en otra obra suya, pintada también en Roma por encargo especial del propio Agustín Chigi, es donde mejor podemos apreciar el estilo del pintor lombardo. Chigi, que habitaba el palacio de la Cancillería, cedido por el Papa, se había hecho construir una residencia al otro lado del Tíber, para sus próximas bodas con Octavia Piccolomini. Este palacete, que después fue adquirido por los Farnesios, se llama hoy la Farnesina. Su arquitectura, que al exterior no tiene más que unas primorosas pilastras decorativas, era obra de Baltasar Peruzzi. En el primer piso, el Sodoma pintó la cámara de dormir del banquero, representando en ella varias escenas algo enfáticas de la historia de Alejandro. Pero en uno de los plafones de esta estancia, el asunto figurado tiene para la Historia del Arte singular interés; allí el Sodoma ha querido reconstruir el cuadro de Etión, de las bodas de Alejandro y Roxana, descrito por Luciano. Es el mismo ensayo que había hecho ya Botticelli con el cuadro La Calumnia, de Apeles. También Luciano detalla una por una las figuras del cuadro de Etión, y el que comunicó al Sodo- ma el texto debió de ser un erudito helenista amigo de Chigi, deseoso seguramente de que el pintor lombardo no hiciera más que una simple ilustración gráfica de los párrafos de Luciano. Pero el Sodoma no era hombre para reducirse a representar los preliminares de una boda como estaban pintados en el cuadro de Etión. En el original antiguo eran admiradas la compostura y modestia de Roxana, mientras que en el fresco del Sodoma la princesa tiene una actitud más libre: se desata la túnica del hombro para entregarse al héroe, que acude a ella, mientras en el suelo juegan los amorcillos con las armas del conquistador.
Hemos llegado, con ello, a una de las personalidades más eminentes del siglo, que debía aprovecharse de los esfuerzos de todas las escuelas y ser como el feliz resultado de la larga evolución de la pintura italiana: el famosísimo Rafael, hijo de un pintor de Urbino, Giovanni Santi, persona costumista y gentil, según Vasari, pero que en sus cua- dros se manifiesta mediano artista, tanto por su técnica como por su estilo. Rafael, que ayudaba a su padre en las obras y encargos que ejecutaba en la región de Urbino, recibió, además, las enseñanzas de otro pintor, un tal Timoteo Viti, que había sido el primer discípulo de otro pintor boloñés llamado il Francia, que a vez había su aprendido en la escuela de Leonardo y de los primitivos pintores venecianos.
He aquí, pues, cómo por medio de Francia y de Viti llegó a Urbino algo de los estilos de la Italia Septentrional, precisamente cuando Rafael estaba iniciándose en el arte. Se ignoran aún los detalles de la formación de Rafael en Urbino. No está bien esclarecido cómo llegó a conocer personalmente a Francia, con quien sabemos que se relacionaba todavía cuando ya estaba en el apogeo de su gloria. Sea como quiera, Rafael, en sus comienzos depende más de esta escuela del llamado Francia que de ninguna otra; las figuras de sus primeros cuadros tienen una redondez mórbida y, al mismo tiempo, la fuerza característica de las escuelas de la Italia Septentrional. Puede verse, sin embargo, con qué preciosas dotes comenzaba Rafael su carrera en las tres obras que conservamos de su juventud: el Sueño del Caballero, en la Galería Nacional de Londres; el San Jorge, del Museo del Louvre, y las Tres Gracias, del Museo de Chantilly. En la primera, un joven dormido en medio de un paisaje, tiene a cada lado la representación de las apariciones del Placer y la Virtud. En el San Jorge vemos ya los típicos árboles de los cuadros de la escuela umbra; el San Jorge reproduce otra vez el ideal caballeresco, que en la corte de Urbino se enlazaba con el deseo de renovación del espíritu clásico. Por fin, el cuadro de las Tres Gracias repite un tema antiguo: la escultura y la pintura griegas habían multiplicado las imágenes de este grupo de tres muchachas que forman corro.
Este fortunato garzón, como le llamaba el Francia, que tan precozmente producía obras admirables y que había sabido asimilarse de lejos las novedades artísticas que por fuerza llegarían debilitadas a Urbino, hubo de recibir muy pronto otro influjo decisivo en su formación al llevarle su padre al taller del Perugino. Cuenta Vasari que, viendo el padre de Rafael las singulares aptitudes de su hijo, lo confió al Perugino, el cual, admirado del modo de dibujar del muchacho, en seguida lo aceptó en el taller. Comenzaba el siglo XVI cuando Rafael entró en el taller del Perugino, y de este maestro aprendió ciertamente muchas cosas que no olvidaría en toda su vida. Su delicioso cuadro de los Desposorios de la Virgen en el Museo Brera de Milán, muestra estereotipadas las fisonomías de los personajes perguinescos. A un lado de María están las doncellas de Judá, que la acompañan, con los gestos afectados del Perugino; en el otro, los pretendientes que rompen sus varas y ponen las manos en las espaldas de José, vestidos aún con los típicos calzones de la moda cuatrocentista; sólo en el fondo un templete circular muestra ya el ideal de la nueva arquitectura; parece como si Bramante hubiese comunicado a Rafael aquella forma de un templo clásico con cúpula central. Esta pintura lleva fecha de 1504, y ya notó en ella Vasari l’augmento della virtu di Raffaello, afinando y mejorando la manera del Perugino. Hay allí un templo en perspectiva – dice Vasari, dibujado con tanto amor, que es cosa admirable ver cómo él procuraba ejercitarse en resolver dificultades.