Poco conocemos de su vida, a excepción de lo que nos ha transmitido Ridolfi. Era de baja estatura e hijo de un tintorero de paños de Venecia; de ahí su apodo. Parece que, en un principio, quiso frecuentar el taller de Tiziano, pero el maestro, según dice Ridolfi, no le aceptó por envidia. En cambio, reconociendo el alto valor de la obra de Tiziano, dice el propio Ridolfi que el Tintoretto, siendo muy joven, escribió en la pared de su taller, como norma de sus estudios: «El dibujo de Miguel Angel y el colorido de Tiziano.»
Cuenta Ridolfi que el Tintoretto posee copias de las estatuas de Miguel Angel y que no se cansaba de estudiarlas, aunque pronto su genio impetuoso (que le valió el apodo de Il Furioso) le hizo buscar otros modelos. Éstos fueron, no los seres vivos de la Naturaleza, como había hecho Giotto, sino figurillas de cera y barro, que vestía de sedas y las colocaba dentro de casitas de madera, con ventanas y puertas en mi niatura, a las que colgaba luego del techo de su taller para estudiar, desde abajo, los escorzos de perspectiva. Genio moderno, el Tintoretto, con sus experimentos de luces artificiales, que describe también Ridolfi, parece uno de esos pintores insaciables de nuestros días que buscan siempre nuevos efectos. No era un fecundo dibujante; las ideas le salían del pincel rápidamente, sin perder tiempo en elaborar una composición con estudios preliminares. Una vez formado su estilo, lo que él quería era pintar, nada más que pintar, llenar vastos paramentos con imágenes. A menudo no pedía más retribución por su trabajo que el valor material de la pintura, Su esposa, Faustina, de la noble familia de Vescovi, cuidaba de su propia dote y procuraba regular los gastos del pintor.
Su primer conjunto de grandes pinturas en Venecia hubo de ejecutarlo a bajo precio. Por cien ducados se ofreció al prior de Santa Maria dell’Orto, donde hoy está su sepultura, para decorarle las inmensas paredes del coro. El prior aceptó su oferta, comprendiendo que así no le pagaba ni los gastos. De la misma manera, casi por favor
obtuvo permiso para decorar varios lienzos de pared entre las ventanas de la Librería, que estaban pintando Tiziano y el Veronés. Los encargos para ejecutar sus magníficas decoraciones del Palacio Ducal hubo de conseguirlos también con no poca dificultad, y, por último, su gran obra maestra, la decoración de la casa de la cofradía de San Roque, le fue encargada gracias a su genio violento, arrancándole casi a la fuerza de sus jueces. La cofradía de San Roque buscaba un pintor y había abierto un concurso; varios artistas acudieron el día señalado llevando un boceto, pero el Tintoretto presentó ya terminado uno de sus grandes lienzos, pintado como por relámpagos. Desde aquel momento fue admitido en la cofradía y no se movió más, puede decirse, de aquella casa. Sesenta pinturas, lo mejor de su espíritu, llenan las salas y la iglesia de la Scuola di San Ruocco. Allí hay que ir para conocer al maestro en todo el esplendor de su arte: millares de figuras, claridades inolvidables, destellos de halos y sombras profundas, escorzos acumulados por un titán neurótico, percepciones de un mundo supraterrestre. Hay que ir allí para conocer al Tintoretto, pintor moderno, repentista admirado de Rembrandt y Velázquez, el maestro de un joven, recién llegado de Cre ta, que sería conocido después con el nombre de el Greco. El Tintoretto y el Greco, he aquí dos hombres que enlazan dos escuelas y explican cómo el arte italiano llamado del Renacimiento, en su última etapa, se injerta en espíritu en otra tierra y otra sangre. Cuanto más se van conociendo las circunstancias de la producción artística, mejor se ve que la naturaleza, en el mundo del espíritu, tampoco suele obrar a saltos.
Es imposible describir aquí ni aun las más importantes pinturas del Tintoretto, como hemos hecho con las de Tiziano y otros maestros. Realmente, del Tintoretto. no se recuerdan sus obras una por una, sino su estilo, su luz y su modo de agrupar la composición. A veces se contiene a sí mismo, procurando ser correcto y académico, como en las bellas composiciones del arte del colegio, en el Palacio Ducal, que casi parecen del Veronés. En otras, manteniéndose aún dentro de la normalidad, agita ya las figuras con una convulsión radiante de formas tempestuosas. Así, por ejemplo, es interesante comparar la Assumpte, tan veneciana, de Tiziano, con la del Tintoretto, en el mismo musco de la Academia de Venecia, Pero cuando el Tintoretto se encuentra, por decirlo así, solo consigo mismo, como en Santa Maria dell’Orto o en la Scuola di San Ruocco, olvida el aire terres tre y la luz natural e ilumina sus figuras por medio de rayos oblicuos que vienen a caer envueltos en la sombra. Entonces es cuando el mágico furioso hace prodigios: en la cena de vastas dimensiones que pintó para San Jorge il Maggiore, todo el ambiente de la Sala está lleno de nubes luminosas, entre las cuales apenas se adivinan los ángeles: el Señor derrama luz, otras iu- ces salen de la cabeza de los Apóstoles,una lámpara quiere dar también su luz artificial, pero humana, a la escena… Y todo resulta tan real, que el observador se pregunta qué mundo es aquél y a qué paraje sobrenatural ha sido transportado.
Hacia el ocaso de su vida, el Tintoretto recibió el encargo de pintar la escena del Juicio Final, haciendo un cuadro de quince metros de largo por diez de alto, que es la mayor pintura sobre tela del mundo entero. Es una obra estupenda, con centenares de figuras, y tan alejada de todas las tradiciones, que ha sido siempre considerada como una pura excentricidad por los ingenios mesurados y académicos. Venecia la admiró al acabar de pintar, y hoy nos asombra también a nosotros. Sólo un genio ardiente y dinámico podía haber atacado el problema de un modo tan colosal. Parecía que después de Miguel Ángel nadie podía pintar ya la escena del Juicio. Tintoretto vence a Miguel Angel, si no en sentimiento y profundidad, al menos por la agitación y número de las figuras. Da una impresión de la humanidad, complicada y variada, que no se encuentra en la gigantomaquia de Miguel Ángel.
El Juicio Final fue la última obra del Tintoretto, que murió en 1594, a la edad de setenta y cinco años, de la peste, y fue enterrado en su parroquia, Santa María dell’Orto, al lado de su hija Marietta, que a su vez había sido uno de sus más destaca- dos ayudantes y gozó de fama como retratista y cantante.