El monumento que siempre se menciona como el más significativo de la decadencia romana es el famoso arco de Constantino, construido para conmemorar su victoria sobre Magencio en el año 313 después de Jesucristo. El ático que corona el monumento lleva esta inscripción: «Al Emperador y César Constantino, el grande, el pio, el afortunado, que por inspiración de Dios (instinctu divinitatis), grandeza de espíritu y valor de su ejército libró al Estado del Tirano y de sus partidarios, el Senado y el Pueblo de Roma dedicaron este arco de triunfo».
El arco de Constantino es un monumento de cierta elegancia de composición, aunque se limita a repetir el tipo ya creado del arco triunfal con tres puertas: una mayor en el centro y dos laterales, con relieves encima de los arcos. Algunos relieves del arco de Constantino están usurpados de otros arcos triunfales del tiempo de los Flavios y Antoninos. Es todavía un enigma la razón de este desvergonzado empleo de elementos de otros arcos anteriores en el arco de Constantino.
¿Es que tuvo que edificarse precipitadamente sin tener tiempo el arquitecto de encargar relieves para su obra? ¿Es que era costumbre desmantelar estos edificios conmemorativos después del triunfo y había en Roma almacenados relieves para tal ocasión? ¿Es que no había artistas capaces, y creyó mejor expediente desvalijar arcos de Trajano, de Domiciano y de Marco Aurelio? Esto último parece lo más razonable, ya que se conserva un edicto de Constantino en que invita a trasladarse a Roma a los arquitectos y escultores de provincias, a quienes ofrece grandes privilegios.
En el propio arco de Constantino hay también relieves contemporáneos de la construcción de la obra, los cuales revelan ya el colmo de la decadencia. Las figuras están recortadas con dureza sobre el fondo, para aislarlas unas de otras; no hay aquella aplicación flexible de las formas sobre el plano, que producía antes el efecto de perspectiva. Más lamentables son aún las Victorias de los zócalos de las columnas, torpes maniquíes barrocamente esculpidos que sostienen trofeos militares, mientras a sus pies están las figuras tradicionales de los bárbaros prisioneros.
Hemos hablado en toda esta última parte de la decadencia del arte romano y señalado sus caracteres de rudeza, barroquismo, falta de expresión y desconocimiento de las más elementales formas de la Naturaleza. Todo esto es verdad, aunque por otra parte vamos comprendiendo el valor de estas decoraciones de la decadencia y su verdadera importancia dentro del mundo del espíritu. Los últimos escultores romanos, cuando labran las Victorias del arco de Constantino, no sabrán por ventura reproducir el tipo clásico de la Victoria que vuela, pero en su interpretación descoyuntada ponen algo de brío nuevo, como el de los decoradores románicos de la Edad Media.
Lo mismo pasa en la ornamentación vegetal: las guirnaldas y temas decorativos del siglo IV no poseen la jugosa belleza del arte augústeo ni la robustez consciente del siglo de Trajano; no tienen vida, pero se inicia en ellos, con la estilización de las formas y en su acumulación sobre un plano, el origen de un nuevo estilo, lleno de fecundas consecuencias.