En el último tercio del siglo xv las escuelas de pintura de la Italia Central habían llegado al más completo dominio de la técnica. Los tiempos estaban en sazón para producir grandes genios, admirables no sólo por la fuerza del sentimiento y la competencia espiritual, como en el caso de Giotto, sino por la feliz realización de obras perfectas, parangonables, a ese respecto, con las antiguas de Grecia Y Roma.
No obstante, el artista más grande de esta nueva época del arte italiano es todavía un genio atormentado por los problemas de la técnica. Nacido en 1452 en el villorrio de Vinci, cerca de Florencia, fruto de los amores del notario del pueblo, que era asimismo uno de sus principales terratenientes, con una campesina, el joven Leonardo creció, en la familia de su padre, sin cuidados maternales. Algo de su temperamento reflexivo y curioso depende de esta primera educación; el niño demostraba un temperamento precoz, apto para todas las actividades intelectuales. La forza fu in luImolta e congiunta con la destrezza. Su padre intentó dedicarlo a las letras, y en ellas Leonardo avanzaba fácilmente; después aprendió la música y parecía su vocación improvisar el canto. Ya en la vejez, cargado de años y en tierra extranjera, se complacía en pulsar la lira. Sus escritos están llenos de elogios para la música, que, según manifestaba en uno de sus tratados, sólo es inferior a otro arte, el arte de las artes, que para él era la pintura. Al advertir en Leo- nardo esta vocación para la pintura, su padre lo llevó a la escuela de Verrocchio; pero, como dice Vasari, pronto se ejercitó no sólo en la nueva profesión, sino en todas aquellas en que intervenía el dibujo: Ed avendo un intelletto tanto divino e meravi- glioso che essendo buonissimo geometra, non solo operò nella scultura, ma nella architettura, fece ancora molti disegni così di piante come d’altri edifizi, e fu il primo ancor giovanetto che discorese sopra il fiu me Arno per metterlo in canale da Pisa a Fiorenza. He aquí, pues, el genio ya en su juventud. Como pintor realiza ya obras importantes, como la Anunciación que hoy se conserva en los Uffizi; pero, cambiando a cada momento de propósito, no hubiera encontrado en Florencia la atención y el respeto que merecía. Florencia no tenía ya un Cosme de Médicis que descubriera en las extravagancias de la gente joven los genios del porvenir. Así, Leonardo tomó el partido de ofrecerse al duque de Milán,Ludovico el Moro, hombre ambicioso, de sangre nueva, que deseaba también ilustrarse con la protección decidida de las artes. Conservamos el borrador de la carta de Leonardo en que se ofrece al señor de Milán; es un vasto programa de su genio enciclopédico. En ella se declara capaz de construir puentes y canales, obras de ingeniería militar y máquinas de guerra, y también realizar mejor que ningún otro encargo de pintura y arquitectura, y, sobre todo, de escultura. Sabía que con esto tocaba al vivo en las aspiraciones del duque de Milán, que deseaba hacer una gran estatua ecuestre de su antecesor Fran- cisco Sforza, quien se había erigido en señor de Milán al extinguirse el viejo tronco de los Visconti. Leonardo proyectó, efectivamente, la estatua ecuestre, con la rara grandiosidad y geniales innovaciones que él se proponía para todas sus cosas. Su caballo del duque de Sforza, il cavallo, como decía, fue para él, más que una obra en ejecución, un estímulo para meditar sobre la naturaleza y la forma de estos animales superiores. Sus libros, o cuadernos de memorias, están llenos de dibujos de los órganos del caballo y su anatomía. Llegó a ejecutar en barro un modelo colosal, pero en Milán se puso en duda siempre que terminara su proyecto. Por fin, abandonado (como todas sus cosas) el caballo, que no llegó a fundirse, su proyecto y el modelo fueron arcabuceados y destruidos en 1498 por la soldadesca francesa de Luis XII, a su paso por Lombardía.En esta obra, y en no pocas iniciativas de orden hidráulico para fertilizar por medio de canales la Lombardía, en innumerables proyectos arquitectónicos y de má- quinas de guerra, armas y armaduras, y hasta una máquina para volar, sobre la que llegó a escribir un tratado preliminar de aviación, lleno de sagaces observaciones sobre el vuelo de los pájaros, ocupó Leonardo los años que pasó en Milán, sin conceder importancia extraordinaria a la pintura. Con todo, a la época de su residencia allí pertenecen dos de sus pinturas más importantes: la Virgen de las Rocas, que hizo para la cofradía de la Concepción de la iglesia de San Francisco, y el Cenáculo, en el convento de Santa María de las Gracias. De la Virgen de las Rocas se conservan dos cuadros idénticos, uno en el Louvre y otro en la Galería Nacional de Londres, sin que se sepa cuál de los dos es el original; el de Londres consta por lo menos que procede de Milán. De cómo Leonardo hubo de preocuparse de todos los detalles de esta pintura, nos lo dicen los muchos dibujos que se conservan de los estudios que hizo antes de ejecutarla. Ella nos introduce en seguida en esa atmósfera maravillosa que es la propia de sus creaciones. Dentro de un paisaje romántico, de rocas iluminadas por resplandores crepusculares que vienen del fondo, la Madona está presentando el Niño Jesús al pequeño Juan, y les acompaña un bellísimo ángel. Corre por el suelo un hilo de agua, y de lo alto de las rocas cuelga el musgo. Es interesante ver al florentino enamorado de las formas del reino mineral, como si allí, en la proximidad de los Alpes, le hubiera impresionado más la solemne visión de las rocas y musgos que los bosques de las tierras bajas. Para él, los lagos de los Alpes y los grandes ríos de Lombardía tenían el atractivo de la novedad; sus manuscritos reflejan la admiración que le produce aquella naturaleza, más grandiosa que la de Toscana. Una vez describe una tem- pestad en el lago Mayor. No sabe qué admirar más, dice en el tratado de la pintura, si este mundo bellísimo o el ojo humano que es capaz de verlo. Así, no es extraño que su interpretación de la naturaleza, tan personal, pudiera transcribir, sin transformarlo conscientemente, el mundo que en él causaba tales impresiones.La segunda obra de Leonardo da Vinci en Milán es, como se ha dicho, su famoso Cenáculo, de Santa María de las Gracias, pintura al fresco borrosa, en pésimo estado.Es una de las obras de arte más populares de todos los tiempos. Ya inmediatamente de pintada, fue estimada como cosa extraordinaria. Francisco I se propuso trasladarla a Francia, pero la idea se abandonó por impracticable. Reproducido primero en graba- dos y después en litografías de color, aquel muro pintado de Milán ha llevado algo de su belleza a todas las clases sociales. Estamos ya tan acostumbrados a esta escena, que no nos damos cuenta de su perfección. Tie- ne la simplicidad de las obras naturales; parece ejecutada mágicamente, sin esfuerzo, en una hora de inspiración. ¡Y, sin embargo, sabido es con cuánta lentitud la elaboró Leonardo! El prior del convento se maravillaba de aquellas horas que pasaba el artista solo, dentro de la larga sala donde pintaba, sin avanzar aparentemente en su trabajo, y en los escritos del novelista Bandello encontramos datos preciosos acerca de la gestación de esta obra genial. Leonardo -dice Bandello- se pasaba a veces tres o cuatro días sin tocar los pinceles y con los brazos cruzados contemplando las figuras del Cenáculo, como si criticar su propia obra… Algunas veces le he visto al mediodía, cuando las calles de Milán están desiertas por el calor, marcharse precipitadamente del Castillo, donde trabajaba en el caballo, y sin buscar las calles de sombra, ir por la vía más corta al convento de las Gracias, para dar dos o tres pinceladas a una de las cabezas del Cenáculo y volver al Castillo inmediatamente.
Los dibujos de Leonardo nos enteran también de sus vacilaciones: en un principio había colocado la figura de Judas, separado de los demás Apóstoles, delante de la mesa, como en su Cenáculo de Florencia había hecho Andrea del Castagno; después le pareció que esta figura sola distraería el conjunto y reunió los Apóstoles en dos grupos de seis figuras a cada lado de Cristo, que, en el centro, inclina la cabeza dulcemente, como perdonando ya al que lo ha de entregar. Dice Vasari que la figura de Cristo era lo que impedía a Leonardo terminar su obra, y que no llegaba a concluirla «por- que no encontraba en su mente una forma con la belleza y gracia celeste que debía ser encarnada en aquella de la divinidad».Un suave dibujo con un poco de color, de la Biblioteca Ambrosiana, nos presenta el primer croquis de la figura de Cristo, acaso aún con mayor intensidad de expresión que el del fresco del Cenáculo. Allí la cabeza de Jesús está rodeada de luz, porque Leonardo dispuso hábilmente tres aberturas en el fondo de la sala, y la del centro coincide con la cabeza de Cristo. Así, con este artificio tan naturalmente presentado, la atención se concentra en aquel centro de luz donde se ve sola la imagen del Salvador; a cada lado los Apóstoles, en grupos de gran interés, comentan las palabras del Maestro. La habitación está simplemente decorada con unos plafones en el muro; no se ve más que la mesa, blanca, paralela al cuadro, tal como la dispusieran en Floren- cia fray Angélico y Andrea del Castagno. Así, esta obra perfecta es asimismo el resultado de una larga elaboración de varias generaciones, cómo eran también producto lento de varias generaciones Jos tipos perfectos de la estatuaria griega.
Después del desastre del Moro, que cayó prisionero de los franceses, Leonardo regresó a su patria, y de esta estancia suya en Florencia se han conservado otras dos obras más, de las que habla Vasari con el elogio que se merecen. Se guardan hoy en el Museo del Louvre: Una es el cuadro con el grupo de Santa Ana y la Virgen, y la otra el famoso retrato de La Gioconda.