Ya hemos hablado de la importancia de los retratos para los primitivos romanos, con las restricciones que imponía el ius imaginum; pero esto mismo contribuyó a que se considerarán las efigies de los hombres de Estado como algo más que una muestra de su parecido personal. Las peculiares circunstancias de la fisonomía de cada personaje están expresadas con cierta dignidad; adviértase en ellas el realismo etrus co alterado por un concepto político que les da nobleza especial. La cabeza del niño Octavio, encontrada en Ostia, tiene ya expresión de seriedad precoz; las mejillas flacas, la mirada concentrada del que después será el primer Augusto. En la cabeza de Ostia, Augusto representa tener trece o catorce años. Otra cabeza de bronce, descubierta en 1910 en el Sudán, junto a Me roe, nos muestra al joven emperador hacia los veinticinco años; los rasgos de su fisonomía son siempre los mismos, sus cabellos caen lacios sobre la frente; es sin duda alguna un retrato de familia enviado a un amigo, gobernador acaso de aquella lejana y misteriosa provincia. Alli, en el último rincón del vasto Imperio romano, en la Nubia, a donde la civilización contemporánea acababa de llegar sólo hacía unos pocos años, penetraban ya los retratos del joven Octavio, constituido por la suerte en nuevo señor del mundo.
Un retrato de Augusto como sumo sacerdote se descubrió en Roma en 1909, en la Vía Labicana, con algunos restos aún de su policromía. La cabeza está envuelta solamente entre los pliegues del manto sacerdotal y tiene acaso más expresión reflexiva que ninguno de sus retratos; es un feliz modelo de figura imperial que será adoptado frecuentemente por sus sucesores. Otros césares, y sobre todo los emperadores filósofos de la dinastía de los Antoninos, se complacieron singularmente en verse representados con este simple manto que les cubre la cabeza, único distintivo del gran sacerdote romano.
Por fin, en otro retrato, el emperador Augusto, algo más viejo, con gesto de mando y vestido de general, arenga a las tropas. En la coraza están representadas en finos relieves, como apoteosis de su reinado, la Galia y la Hispania humilladas; los bárbaros de la frontera del Eufrates devuelven las águilas tomadas a las legiones de Craso, y el carro del Sol, sobre el pecho, pasa iluminando aquellos grandes días de la Roma de Augusto. Esta estatua, una de las joyas del Museo Vaticano, se llama el «Augusto de Prima Porta», porque fue hallada en la villa ya mencionada de la emperatriz Livia; los relieves de la coraza ponen en relación esta escultura con la fecha de los frisos del Ara Pacis. La imitación libre de los modelos griegos es bien visible. El Augusto de Prima Porta tiene en el gesto gran semejanza con el Doríforo de Policleto; apóyese, como él, sobre la pierna derecha mientras balancea la izquierda, y en lugar de la pica lleva en la mano el bastón consular. La estatua de Prima Porta inaugura un tipo de retratos imperiales de pie que adoptaron los emperadores. Se encuentran innumerables y exquisitas efigies imperiales, sobre todo en provincias, como la del Augusto de Prima Porta, con corazas decoradas con relieves alegóricos y en actitud de arengar a las tropas. Tan sólo algunos detalles caracterizan el Augusto de Prima Porta como el fundador del Imperio romano: a su lado está el delfín de Venus con el Amor a cuestas, lo cual alude al origen de los Césares descendientes de Eneas, hijo de Venus, y va descalzo, lo que revela su carácter heroico: no es un magistrado que pisa nuestro suelo. Cuando más adelante los emperadores repitan este tipo, todos calzarán ricas y bellas sandalias.
Estos son los más notables retratos de Augusto, pero, además, una serie indefinida de mármoles, diseminados por todos los museos de las provincias del Imperio, reproducen su fisonomía hasta los últimos días de característica de un valetudinario, parece que apenas puede ya soportar la simple corona de laurel que simboliza su glorioso reinado. En cambio, desgraciadamente, no tenemos ninguno que nos dé con absoluta certeza la fisonomía de Livia, la grave matrona que con él compartió honorablemente las cargas del poder. En un relieve de Ravena, la emperatriz está figurada al lado de su esposo, pero la cara ha sido destruida; otro retrato, de Nápoles, es de pésimo estilo; un tercero, en Aquilea, es excesivamente pequeño. Acaso más que ningún otro da la impresión de la figura de Livia una estatua con diadema del Museo Vaticano, que es, con toda seguridad, de la época de Augusto. Su gesto es el tan peculiar de las estatuas funerarias griegas con manto del siglo iv antes de Jesucristo; más por su severidad resulta tan romanizada, que se la tomó en un principio por personificación de las virtudes femeninas, y de aquí proviene el nombre de imagen del Pudor que se le dio de un modo harto arbitrario.
De Tiberio, el hijo de Livia adoptado por Augusto, tenemos multitud de buenos originales. Un retrato, sentado, del Vaticano inicia también el tipo del emperador glorificado que será frecuentísimo en la serie de las figuras imperiales, aunque esté poco en consonancia con la naturaleza enfermiza y la fisonomía afeminada de Tiberio. Este aparece desnudo, sólo lleva un manto pendiente del hombro que cae sobre las rodillas, tiene el gladio en una mano y con la otra empuña el cetro imperial. Se conservan asimismo varios retratos de los dos jóvenes príncipes Cayo y Lucio César, nietos de Augusto y, por algún tiempo, presuntos herederos del Imperio romano.
De Claudio tenemos también retratos en esta postura heroica de gran monarca divinizado; uno que está de pie, en el Vaticano, lleva cetro y manto y le acompaña el águila del mismísimo Júpiter. Claudio, con sus grandes ojos, que parecen salirse de las órbitas, no adquiere majestad, a pesar del tono pedante con que lo ha querido dignificar el escultor. De Nerón tenemos varios bustos interesantísimos; en todos tuerce la cabeza, sobre un cuello enorme en que se rizan los pequeños bucles de una barba no desarrollada. Los emperadores y los demás miembros de la familia de Augusto, a excepción de Nerón, quien quería dejarse la barba al modo de los antiguos filósofos, van completamente afeitados. Todos dejan caer los cabellos lacios sobre la frente, típicos de la familia; peinado que usaron también por adulación cortesana los demás patricios y allegados. En el retrato de Druso tenemos aún otro miembro de la familia imperial con el mismo pelo descuidado. Idéntico modo de peinarse lo encontramos en los retratos de Agripa, que era un advenedizo en la familia, y en los de otros ilustres personajes completamente extraños a la Casa imperial. Casi podemos decir que este tipo de cabello caracteriza la época de los retratos del primer período imperial, pero además los ojos son lisos, al igual que en los retratos griegos, sin marcar la pupila, que no se esculpe hasta la época de los Antoninos.