Más difícil es puntualizar la época de los retratos masculinos; a veces podríamos equivocarnos de uno o dos siglos. Para la cronología hay indicaciones en la manera de estar cortado el busto, al que a medida que va pasando el tiempo se le va añadiendo más y más cuerpo; sirve también la manera de estar representadas las pupilas y aun el detalle de llevar barba, considerando que ésta fue de moda durante los reinados de los emperadores filósofos: Adria- no, Antonino y Marco Aurelio. Pero todos estos datos están más o menos sujetos a error, porque a veces la cabeza se cortaba en un mármol aparte y nos ha llegado sin el busto; las pupilas podían ir sólo pintadas, puesto que muchos de estos retratos eran policromados, y la barba nunca fue impuesta ni prohibida: había quienes no pretendían ser filósofos, hasta en la Roma de Marco Aurelio. Por todas estas razones y otras aún, hemos de valernos de comparaciones con retratos auténticos y bien datados, y sobre todo hemos de valernos de lo que nos revela el estilo. Hay algo indefinible en la manera de interpretar la forma que para los iniciados vale tanto por lo menos como una fecha grabada en el mármol.
En la época de los emperadores Flavios y Antoninos, el arte romano no sólo realizó estas maravillas de realismo y personalidad que son los retratos de individuos anónimos, simples ciudadanos a los que nunca podremos identificar, sino que se esforzó de manera curiosa en reproducir los rasgos de las diversas gentes del Imperio con su inmensa variedad de caracteres y de razas. Algo había intentado ya en este sentido los artistas helenísticos, sobre todo en Pérgamo, donde es evidente que se empeñaron en reproducir los rasgos fisonómicos de los galos vencidos; pero recordemos que los antiguos griegos, al representar a los ene- migos troyanos o persas, nunca los diferencian sino por la manera de vestir. Con el sentido universal, imperial, del arte ro- mano los escultores fueron mucho más allá. Para la glorificación del Estado se necesitaba representar y hasta dignificar y engrandecer a los bárbaros de las fronteras y a los que se habían sometido a la disciplina romana. Probablemente fue durante el reinado de Trajano, y por inspiración de Apolodoro de Damasco, cuando se creó la figura del bárbaro germano de pie, con las manos juntas, sumiso, pero no resignado, vestido con su indumentaria nacional de bragas, blusa y bonete. A su lado debe ponerse la figura de la bárbara germana, también rendida, pero no conformada con su destino de huésped o servidora de sus patronos latinos. Consta que este tipo de mujer de cabellos dorados, piel rosada transparente y superior en dignidad causó sensación al verla seguir a pie la cuadriga triunfal del emperador. Los dos retratos estereotipados de estos germanos cautivos son un paralelo digno de ilustrar la Germania de Tácito, ya que oponen la simplicidad y rudeza virtuosa de los bárbaros en contraste con la promiscuidad y desorden de los romanos de su tiempo.
El sentido realista de los escultores romanos los llevaba a interpretar maravillosamente no sólo el etnos, es decir, el espíritu de cada raza, cosa que ya habían hecho los escultores griegos, sino peculiares detalles de cada individuo, como las orejas salientes de un viejo flaco del Museo de Aquilea. Dotados de vida maravillosa, estos retratos de los museos de provincias se nos presentan más llenos de personalidad que los de los emperadores, siempre algo académicos. La audacia en disecar las humildes fisonomías de los individuos que retratan los escultores romanos sólo puede compararse con la de las obras de los pintores holandeses y españoles del siglo xiv. Algunas cabezas repiten, sin personalizar, el tipo étnico; en tanto que otras tienen completa personalidad: griegos, como uno de aquellos atenienses de la decadencia que, al decir de San Pablo, pasaban el tiempo diciendo y escuchando novedades. El retrato de un viejo de rostro verrugoso, que procedente de Córdoba se conserva en el Museo de Madrid, parece el de un hacendado andaluz de nuestros días; tal cabeza de dacio refleja también, en la expresión de su mirada, no sólo el gesto exótico de otra raza, sino también algo muy personal y propio de la persona retratada.
Vamos a ocuparnos de nuevo en la evolución de los estilos en la decoración monumental, en la cual fueron maestros incomparables los artistas romanos. En el cuerpo inferior del Ara Pacis ya hemos visto que las hojas de acanto llenaban una pared y se descomponían en una agradable variedad de hojas de relieve y de fondo plano. La conquista de este fondo y su completa desaparición más tarde, llenó absolutamente por el relieve, son la obra del arte romano y lo que constituye uno de los síntomas de la evolución de su estilo. Sin embargo, como ya decíamos al tratar de los estilos de policromía mural, los diversos sistemas de interpretar la escultura no guardan siempre un riguroso orden cronológico. El águila enclavada en el arquitrabe de la iglesia de los Santos Apóstoles, todavía dispuesta sobre un vasto fondo blan co en el que su gran corona marca una sombra violenta, procede del Foro Trajano. Poco a poco, las hojas finas de bajo relieve se aplanan en el campo, mientras algunos elementos de bulto proyectan sombras fuertes, como en el finísimo pilar de las rosas, de la época de Adriano. Es el mismo estilo ilusionista de los relieves históricos aplicado a la decoración; el efecto de la perspectiva, obtenido por la combinación de las dos clases de relieves, es el mismo ya explicado para las composiciones del arco de Tito.
Pronto estas decoraciones del fondo aumentan en importancia, y va desapareciendo la parte lisa; el claroscuro está casi igualmente repartido, como en el bellísimo relieve del Foro Trajano, con dos genios que vierten el agua de un jarro y un vaso decorativo en el centro. Así son también los frisos del templo del Sol en el Quirinal, de la época de Adriano, y, acentuándose esta tendencia cada vez más, los acantos, más gruesos y abundantes, acaban por llenar el fondo por completo. El aspecto del relieve vuelve a ser el de un plano claro, porque toda la decoración ha venido a formar una nueva superficie más alta; ya no hay apenas contraste de luz y sombra. Esto obliga entonces a dibujar de nuevo el tema decorativo con huecos profundos, recortando las hojas con trépano, como en el precioso friso de la viña, del Musco Laterano, que debe de ser obra de los últimos años del siglo 11. El efecto que en el relieve augústeo se conseguía con el claro del fondo, que rodeaba de blanco luminoso las hojas en relieve, ahora se obtiene con el negro del fondo, que recorta el contorno de las hojas que llenan casi todo el plano de la decoración. Este método será adoptado por el arte cristiano y el bizantino; en Oriente, sobre todo, se empleó con preferencia. Allí, con su luz intensa,las sombras eran tan negras, que el relieve tenía que marcarse con estos fondos tan recortados para que la sombra de una parte no pudiera desfigurar otros dibujos del propio relieve. Así lo que perdía el arte ro mano de vida y de naturalismo, lo ganaba en impresionismo primero, y en riqueza y estilización después. Estos cambios tan profundos del gusto y de la técnica han tratado de explicarse por la intervención en Roma de elementos orientales, pero hoy se cree de nuevo en la evolución paralela del arte romano y del arte helenístico de Orien- te; por lo menos hay que reconocer que el friso de la viña del Laterano, donde los principios del fondo obscuro y de la decoración plana aparecen ya tan hábilmente aplicados, es de dibujo muy romano aún y anterior a todo lo que se hizo de este género en Oriente.
Así, el arte romano no se estaciona ni cae en la vulgaridad. El progreso es general en todas las artes y tiende hacia la misma dirección: el impresionismo. Los relieves acentúan la perspectiva aérea; los frescos y ornamentaciones, en lugar de ser principalmente dibujados por contornos, son, cada vez más, un conjunto de manchas de color ingeniosamente combinadas para producir su efecto a distancia. En la pintura, además, encontramos el mismo estilo continuado, de representaciones unas al lado de las otras, las cuales describen cronológicamente una acción, como en la columna Trajana. Esta convención o libertad es de extraordinarias consecuencias en la Historia del Arte, porque en la Edad Media las representaciones cristianas podrán acumularse en un mismo cuadro ilustrado, no un momento de la acción, sino toda una historia.