El grupo de Santa Ana con la Virgen y el Niño es una composición graciosísima; también Leonardo lo elaboró con gran solicitud, meditando todos los detalles. El cartón con el croquis primitivo de este cuadro muestra una cuarta figura, la de San Juan, que ha desaparecido de la pin- tura, y además la Virgen está también en otra posición menos original, sentada sobre las rodillas de Ana, mientras que en el cuadro se inclina con un gesto vivo, instantáneo, sorprendido de la realidad. Finalmente, Vasari habla así de La Gioconda: «Después empezó Leonardo para Francisco del Giocondo el retrato de Mona Lisa, esposa suya, y pasó en él cuatro años, dejándolo aún sin concluir, el cual retrato está hoy en el castillo de Fontainebleau, del rey de Francia.» Vasari escribía esto en el año 1547 y hablaba sólo por el recuerdo que se tenía en Florencia de aquel precioso retrato, puesto que él no había tenido nunca ocasión de verlo; pero, así y todo, es uno de los cuadros que trata de describir con mayor detenimiento. Debía de ser, en su tiempo, el retrato considerado como el más maravilloso por los florentinos. Dice que, para pintarlo, Leonardo rodeaba a Mona Lisa de cantores y músicos que la hiciesen estar alegre, con el propósito de quitarle quel maliconico che suol dar spesso la pittura ai ritratti che si fanno. Este párrafo había de dar gran importancia a la sonrisa de la Gioconda, aunque es fácil que el efecto que se propusiera Leonardo con la música no fuera precisamente el de alegrar el espíritu de Mona Lisa, sino darle aquella calma y serenidad del alma, abstraída de los sentidos, que se cree reconocer en el rostro de aquella mujer.
Además de estas cuatro obras de Leonardo, nos quedan dos incompletas: la Adoración de los Magos, en Florencia, y el San Jerónimo, del Vaticano. Pero su temperamento, cada vez más exagerado, le impedía concluir nada, por un excesivo deseo de perfección. En Roma, donde pasó algunos años, sus geniales extravagancias le llevaron a hacer de todo, menos pinturas. «Hizo allí infinitas locuras-dice Vasari-e intentó diferentes modos de preparar aceites y barnices para conservar mejor sus obras.>> He Aquí la fatal preocupación que ha sido causa de que la mayor parte de las pinturas de la última época de Leonardo estén hoy deterioradas: muchos de estos nuevos procedimientos, con que creía mejorar el arte, han acabado por oscurecer y estropear sus cuadros. La ruina de sus obras hubo de presenciarla él mismo en vida. A su regreso a Florencia, la ciudad le encargó una gran composición sobre sus luchas con Milán, en competencia con Miguel Angel, quien tenía que pintar la guerra con Pisa. Ambas composiciones quedaron sin terminar: la de Miguel Ángel porque tuvo que partir para Bolonia, llamado por el Papa, y la de Leo- nardo «porque, imaginándome que la obra saldría mejor pintada al aceite que al fresco, hizo una mixtura tan espesa, para dar la cola al muro, que, al empezar a pintar, empezó a escurrirse, de modo que hubo de ser abandonada, viendo cómo se destruía».
Pero los dibujos que se conservaron en Florencia demostraban la gran habilidad de Leonardo para pintar caballos. Uno de ellos representaba un grupo de caballeros combatiendo por una bandera, con la ira de los unos tan bien expresada, y el coraje de los que se defendían y de los caídos tan admirable, que dos siglos más tarde Rubens hubo de copiarlo.
Tantas fatigas, decepciones y trabajos acabaron con aquel cuerpo robusto, que, según dice Vasari, rompía con la mano una herradura de caballo. Un último autorretrato suyo, en un dibujo de Turín, nos lo muestra con su cara arrugada, sus largas barbas lacias y la gran frente casi calva. ¡Oh, Leonardo, por qué has sufrido tanto!, parece preguntarse el gran artista, como en la nota que se encuentra en uno de sus manuscritos. Sus últimos años los pasó en el castillo de Amboise, a orillas del Loira, donde el rey de Francia había puesto un aposento a su disposición. Debe de ser la última obra suya el extraño cuadro, hoy en el Museo del Louvre, en que se ve una figura sorprendente agitándose con elegancia ambigua, pues no llega a descubrirse si es un San Juan o un personaje semi femenino, como Baco o un ángel. Según dice Vasari, murió en los propios brazos del rey de Francia, que había acudido a confortarle. Tenía entonces setenta y cinco años, y después de una vida trabajosísima, dejaba sólo cuatro o cinco obras completamente terminadas; más, como dice Vasari, molto più operò con le parole che coi fatti. Por esto su verdadero valor no ha empezado a comprenderse hasta que se han publicado sus escritos. Forman éstos una docena de grandes cuadernos, llenos de observaciones agudísimas de experimentos y dibujos, de todo lo que pasaba por sus ojos y sentía fuertemente dentro de su alma; caricaturas de tipos ridículos, bellísimas imágenes de hombres y mujeres, animales, proyectos de edificios y de máquinas, anatomía y geometría, mineralogía y cosmografía, todo interesaba a este genio singular que no había tenido precedente en la antigüedad. Un genio como Rafael puede comprenderse en la antigüedad griega; como Rafael y Miguel Ángel debieron de ser Fidias y Polignoto; pero Leonardo es un espíritu moderno; su curiosidad, su infatigable deseo de saber nunca satisfecho, no se conciben sino en una civilización moderna. Sobre todo en Milán, donde no había una escuela de pintura tan importante como en Florencia, Leonardo dejó una multitud de discípulos, aunque ninguno digno de ser el sucesor de tan gran maestro. Algunos de ellos comprendieron algo de su genio; otros no hicieron más que imitar su estilo, vulgarizando los tonos oscuros y misteriosos de sus cuadros, reproduciendo con afectación los gestos delicados de su tipo fe- menino. Vasari nos da una idea de lo absorbente que debió de ser la personalidad de Leonardo para sus discípulos: como el pintor no tenía otras relaciones y carecía de familia, sentía un afecto extraño por los jóvenes que, atraídos por sus genialidades, acudían a su alrededor. Uno de ellos, Fran- cisco de Melzi, que en el tiempo de Leonardo era bellísimo muchacho, fue su albacea y heredero de sus escritos. Otro, sigue diciendo Vasari, Andrea Salai, era vaghissimo di grazia e di belleza, avendo belli capelli ricci ed innalellati, pei quali Leonardo si dilettò moltissimo ed a lui insegnò molte cose del arte. Otro, César deSerci, pintó una Madona, que está hoy en el Louvre, con la misma impresión romántica de la Virgen de las Rocas. Por último, Boltraffio y Solario, que fueron con Luini los únicos verdaderamente personales. Algunas veces estos discípulos no adoptaron el tono grave de Leonardo más que en los retratos; en las Vírgenes y los santos místicos hicieron predominar una nota optimista y dulce, algo afeminada.