En la Escuela de Atenas, otro efebo parecido, con blancas vestiduras, constituye una aparición de plácida hermosura en medio de los filósofos inquietados por los enigmas del Universo. En el Parnaso, la Musa blanca que está al lado de Apolo es otra figura digna de habitar las frondas donde moran los semidioses; Safo es también una imagen imperecedera de forma femenina.
No obstante, Rafael, imitado por espíritus vulgares, ha sido la excusa de toda la pintura histórica, vulgar y académica, que se desarrolló más tarde. De aquí que, al sobrevenir la reacción contra el arte meditado, proporcionado e intelectual del siglo pasado, la revolución se hiciera en nombre del prerrafaelismo, esto es, oponiendo a la escuela académica los pintores anteriores a Rafael, sobre todo Botticelli y fray Angélico. Pero Rafael es inocente de toda la plaga de malas pinturas que, a imitación de los frescos de las estancias, se hicieron, sobre todo en Francia. Valerse de su nombre para combatir a sus imitadores es obcecación o miopía de crítico profesional. Además, juzgar a Rafael por estos frescos, pensados, grandilocuentes, del Vaticano, es prueba de ignorancia. Mientras pintaba las estancias del Vaticano, decoraba un pórtico de la Villa Chigi, donde ya había pintado el So- doma, que es un prodigio de fresca invención y rebosa primaveral y eterna juventud. En una pared del fondo está la representación de Galatea huyendo de Polifemo tal como Policiano la había descrito en sus estrofas, y en lo alto, en la bóveda, hay escenas del mito del Amor y Psiquis con inefable e ingenua animación. ¡Quién se atreverá a proponer prerrafaelismo contemplando aquellos dioses tan humanos! Rafael y sus discípulos decoraron las galerías de un piso del patio de San Dámaso, intercalando estatuos con miniaturas de cuadritos de exquisita naturalidad. ¿Qué snob prerrafaelista sería capaz de inventar una escena como la de Adán y Eva en esta serie? Otros temas antiguos que Rafael repite interpretándolos con personal eficacia son la mejor revelación de la grandeza de su genio. He aquí, por ejemplo, la viejísima Visión del Todopoderoso, tal como se apareció a Ezequiel acompañado del Tetramorfo- todavía con los dos ángeles que le llevaban los rótulos de las plegarias y ahora le sostienen los brazos. Es una «fórmula iconográfica» antigua que se pintó y esculpió estereotipada miles de veces, pero que resurge rejuvenecida en la obra de Rafael.
Hay otro aspecto de Rafael que por sí solo lo acreditará de gran pintor: el Ra- fael de los retratos. Forman una galería de personas representativas de la Roma de su tiempo, insuperables de precisión plástica y de valoración psicológica. No son retratos de encargo: son verdaderas efusiones del artista, que se complace en inmortalizar los caracteres de sus amigos y protectores.
En los últimos años de su vida, Rafael intentó excederse a sí mismo y hacer algo en un estilo que le era impropio, imitando a veces a Miguel Ángel, sin conseguir más que resultados mediocres. Esto se nota en el célebre Pasmo, del Museo de Madrid, y hasta cierto punto en la Apoteosis de la Transfiguración, el cuadro en que estaba trabajando cuando murió, y fue colocado en su cámara mortuoria. No obstante, ¡cuánta inspiración hay todavía en él! En lo alto, aparece Cristo radiante entre las nubes, con Moisés y Elías, Pedro y Juan, los únicos que presenciaron la escena. Debajo, los demás discípulos adivinan que sucede algo extraordinario, están agitados, se miran unos a otros, se interrogan sobre la causa de su turbación. Un endemoniado recobra en aquel preciso momento los sentidos; su madre, una robusta matrona romana, señala a todos el milagro.