Con el español Picasso, cuya precocidad le llevó, siendo aún mozo, a codearse en París con algunos de los pintores avanzados de quienes acabamos de hablar (en su mayoría de bastante más edad que él), nos enfrentamos con un caso muy complejo.
Aparte del enorme revuelo que se ha suscitado, ya desde hace tantos años, en torno a su ensalzada y discutida personalidad, Pablo Ruiz Picasso ha demostrado constantemente ser un pintor de extraordinaria potencia; ésta es, sin duda, su característica dominante. Por otra parte, siempre ha hecho gala de la más completa independencia de acción y de un incontenible afán de afirmar su espíritu de iniciativa.
No es de extrañar, pues, que ningún maestro de la época actual haya ejercido tanta atracción como él sobre el público y sobre los marchantes (que son los que dominan, hoy día, la propaganda) y que haya despertado tantísimo asombro, hasta conocer un éxito que no tiene parangón, en el arte contemporáneo, por su rotundidad. Su «caso» refleja de un modo tan sintomático la condición de nuestra inquieta y movediza época, que los críticos han andado materialmente de cabeza cuántas veces se han propuesto situarlo en un lugar definitivo dentro de la valoración del arte contemporáneo. Ha encauzado su pintura por las más diversas direcciones, dejando un camino para tomar otro cuando así le ha parecido bien hacerlo; y esto que aureola su persona de un extraordinario prestigio, ha hecho recaer también sobre sus hombros una abrumadora responsabilidad.
Nacido en Málaga en 1881, dio ya en su infancia muestras de talento precoz, que pronto alcanzó su madurez durante los años de su adolescencia, transcurridos en Barcelona, de cuya Escuela de Bellas Artes era su padre profesor. En aquella ciudad frecuentó entonces el cenáculo literario y artístico de los Quatre Gats, y en ella celebró, siendo casi un niño, su primera exposición, antes de conocer París en 1900, y antes de asentarse definitivamente en aquella capital en el año 1904. Su personalidad alienta. ya con fuerza en sus primeras obras, que, ello no obstante, recogen influjos de Toulouse-Lautrec y aun de Steinlen. Entre los años 1901 y 1904, periodo que abarca su Época Azul (así llamada por manifestar entonces Picasso predilección por pintar con matices azulados), se inspiró con preferencia en el espectáculo que le ofrecía la contemplación de la gente mísera: pordioseros, ciegos, chicas del cabaret, mujeres mendigas arrebujadas en su desolación, etc., y tales visiones de la humanidad humilde adoptan, a veces, la forma de tiernas escenas de maternidad. Una obra capital de esta época es su Autorretrato (propiedad del artista), en que aparece melenudo, flaco, con barba incipiente y ojos llenos de inteligente fogosidad; otra es el gran lienzo titulado La Vida (hoy en el Museo de Cleveland), en el que una pareja de desnudos amantes, tiernamente enlazados, contempla la patética figura de una humilde mujer del pueblo que sostiene en sus brazos a su hijito en pañales. En su Época Rosa, en 1905- 1906, produjo también buen número de lienzos magistrales, nimbados de densa atmósfera de poesía, inspirados en la contemplación de los saltimbanquis y de la intimidad de su vida trashumante.
Pronto sintióse Picasso atraído (como hicieron muchos jóvenes artistas de entonces) por el riguroso estructuralismo que dimana del arte de Cézanne, y a partir de alrededor de 1907 (fecha de su lienzo, hoy famoso, Les demoiselles d’Avignon) demostró también sentirse influido por otro factor que pesó mucho en el ambiente parisiense de entonces, el Arte Negro, es decir, las máscaras, las tallas, etc., del arte de los salvajes, principalmente africanos. De entonces arranca su vasta etapa revolucionaria, que ya nunca más cesaría del todo, y que ha prestado a su producción ese inconfundible carácter subversivo. La inauguró con el cultivo del cubismo, tendencia de la que fue uno de los inventores y probablemente su principal campeón. Pero ni durante los años en que se aplicó a tal tendencia, ni cna- después, ha dejado, en varias ocasiones, de mostrarse, como dibujante y pintor, morado de la pintura de inspiración clásica, sobre todo cuando, a partir de 1917, estuvo en estrecho contacto con los Ballets Russes de Diaghilev, o cuando hacia 1920 (época en que reanudó magistralmente sus pinturas de figuras de arlequín) incorporó con originalidad a sus posibilidades aspectos que son propios de la antigua pintura greco-alejandrina.
Después, Picasso ha ensayado varias aventuras de especulación artística, siempre atento al hallazgo de nuevos acordes cromáticos, o creando formas fantasmagóricas, incluso monstruosas, que parecen propias de la fauna surrealista, retorciendo, deformando y desmembrando el cuerpo humano, cual si aspirase a hallar los más extremos límites de su posible representación plástica, ya por el prurito de dar de la realidad una visión inédita, o para expresar hondos, oscuros y fuertes sentimientos.