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El Neoclasicismo marcó un cambio significativo en la arquitectura europea durante el siglo XVIII, siendo una reacción contra los excesos del Barroco y el Rococó. Este estilo resurgió con fuerza gracias a los descubrimientos arqueológicos de Herculano y Pompeya, que despertaron un renovado interés por las formas clásicas de Grecia y Roma. Estos hallazgos no solo revelaron detalles desconocidos sobre la vida antigua, sino que también redefinieron la manera en que los europeos entendían la proporción y la ornamentación arquitectónica.
En Francia, por ejemplo, las restricciones impuestas por la Academia y la influencia de intelectuales como el conde Caylus ayudaron a desterrar el estilo Rococó en favor de formas más simples y rectilíneas. Edificios emblemáticos como el Petit Trianon y el Panteón de París reflejan esta transición hacia una arquitectura inspirada en la antigüedad. Los elementos decorativos se simplificaron: las curvas excesivas y las rocallas dieron paso a medallones, grecas y palmetas.
Por otro lado, en Inglaterra, los hermanos Adam popularizaron el “Adam Style”, una reinterpretación del arte clásico que buscaba elegancia y simplicidad. Mientras tanto, en Alemania y Austria, edificios como la Puerta de Brandeburgo y la Gliptoteca de Múnich mostraron cómo el Neoclasicismo se adaptaba a las sensibilidades locales.